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Vuelve el fin de la historia (Macri remix)

Era 1989, y entre la masacre de Tiananmén y los sacudones de la perestroika, un tal Francis Fukuyama, miembro del Departamento de Estado y cerebro a sueldo de la RAND Corporation, ingresaba a la posteridad como autor del opúsculo neoconservador “¿El fin de la Historia?” A través de un trabajoso despliegue argumentativo, y de muy prudentes omisiones, Francis declaraba el triunfo de la razón hegeliana y el estallido definitivo de la “distorsiva lente marxista”, con su fea insistencia en una lucha de clases que a su entender había sido convenientemente resuelta por “el igualitarismo de la América moderna.” Fue así como, mientras la prensa declaraba el fin de la Guerra Fría, el autor nos invitaba a aceptar “el fin de la historia como tal”, es decir, “el punto final en la evolución ideológica del hombre y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano.” Hoy, mientras la crisis del capitalismo sacude todos los rincones de planeta y golpea con particular fiereza sobre el continente que lo parió, en el extremo sur de la América, un rozagante proyecto neoliberal accede sorpresivamente al poder y parece querer revivir, por segunda vez (léase, como farsa) la epopeya discursiva del señor Fukuyama.

El macrismo (que es mucho menos Macri que aquellos otros que en verdad toman las decisiones) es consciente de sus carencias. Sabe que no le alcanza con aplicar sus políticas de economía salvaje y clasista. Que no le alcanza con saberse depositario de un poder legitimado por el voto, ni con tener de su lado a los poderes fácticos (la banca, la gran industria, la patronal agraria, el capital financiero…una fuerza de choque económico capaz de condicionar y derrocar a gobiernos democráticos aun en contextos de bonanza). Sabe que no le alcanza tampoco con que los medios concentrados resguarden su figura y eviten subrayar los efectos nocivos de sus políticas, o que desvíen la atención con show periodístico e interpretaciones fantasiosas. Sabe que no le alcanza, siquiera, contar con la diestra de cierta burocracia sindical que combatió las políticas populistas de antaño, pero que pareciera asumir su responsabilidad democrática de no tirar palos en las ruedas del cambio (al menos por ahora), aunque se licúen salarios y se persiga a trabajadores, aunque se realicen despidos masivos y se pretenda condicionar las paritarias; aunque se gasee la protesta social y se le coma la carne a los trabajadores a fuerza de balazos de goma.

El macrismo entiende que nada de esto es suficiente. Queda todavía un actor fundamental sobre el cual no tiene la ascendencia necesaria para lograr un éxito perdurable. Quedan las mayorías. Las ajenas por un lado, ese resbaloso 49 por ciento; pero también las propias. Porque el macrismo sabe que el grueso de sus votos (ya en su 34 por ciento inicial) no votó baja de salarios ni crecimiento del desempleo. Esas voluntades esquivas necesitan ser encaminadas antes que la obstinada resistencia cristinista, tan lúcida para los relatos belicosos, tan acostumbrada a tocar la fibra irracional de la lucha de clases, acabe arrastrándolos al lado oscuro sin otro argumento que el peso de la realidad.

Todo esto sabe el macrismo. Así como sabe que la estrategia de salida no es la negociación política (que los obligaría a retroceder), ni la persecución judicial (que no haría más que avivar la épica de la resistencia). De aquí que la única estrategia posible para anular la apuesta confrontativa de la nueva oposición vuelve a ser retórica: continuar borrando, como en campaña, todo rastro incómodo de política, historia e ideología. La novedad esta vez viene dada por el carácter oficialista que empieza a ocupar esta estrategia ahora, propagada desde las usinas del Estado lo mismo que desde los medios oligopólicos, hasta ayer oposición. Rodríguez Larreta lo había expresado en términos bastante ilustrativos después de su victoria en la Ciudad: “Nosotros entendemos la historia siempre mirando para adelante”, había dicho. Para todos, salvo para el Pro, la noción de ‘historia’ supone una mirada hacia el pasado. Cuando Larreta insiste en mirar siempre adelante, lo que se evita, justamente, es hacer historia, es evaluar el presente y proyectar al futuro en base a la experiencia vivida. Sin pasado, el presente adquiere la configuración de un tiempo iniciático, y la ideología del presente se convierte en la única ideología posible. Borges intuía una racionalidad semejante detrás de Shih Huang Ti, emperador que mandara a quemar todos los libros escritos antes que él. “La rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado”, dice Borges, permitía al viejo emperador “recrear el principio del tiempo.” Aunque el ahistoricismo no se sea un descubrimiento moderno, su naturaleza le permite reaparecer siempre como novedad.

Durante su primer mes de gobierno, el macrismo ha reforzado su discurso deshistorizador. Su primer y más evidente mecanismo consiste en monopolizar el relato sobre la experiencia kirchnerista. Cuando los referentes macristas protestan ante la “pesada herencia” o proponen extirpar del Estado “la grasa de la militancia,” insisten en cerrar compartimentos con el pasado kirchnerista responsabilizándolo por una supuesta crisis económica y por un Estado enteramente viciado y corrupto. La diferencia radica en que antes, este relato contrakirchnerista estaba obligado a confrontar con la interpretación oficialista; hoy de nada vale argumentar que el Estado argentino creció porque creció su rol social, o que su tamaño es más bien moderado y dista enormemente del de países como Noruega, Dinamarca, Francia o el Reino Unido. Tampoco sirve señalar que los trabajadores estatales despedidos por el macrismo cumplían funciones de servicio y que estaban lejos de ser ñoquis, aun cuando algunos fuesen militantes (como los hay en el gobierno de la Ciudad). Menos sirve apuntar que la expansión del mercado interno en medio de una crisis internacional, junto con el constante (si bien bajo) crecimiento, eran indicadores claros de solidez económica. Los argumentos no sirven porque ya nadie está dialogando. A partir de la concentración informativa que supone disponer del aparato estatal y del aval de las corporaciones de medios, el macrismo se dedica a monologar. La voz de la oposición desaparece del registro mediático y queda desplazada a los canales marginales, si es que los encuentra.

Un segundo mecanismo para la construcción de un fin de la historia macrista consiste en desvincular las políticas económicas del macrismo de lo que ocurrió en el pasado argentino. En dos oportunidades desembarcaron en el país las políticas neoliberales de reducción del Estado, flexibilización laboral, liberalización de la economía y endeudamiento externo. La primera, en el ’76, acabó con una crisis política y social galopante, que fue básicamente aplazada mediante una apuesta visionaria: ir a la guerra. La segunda, en los ’90, desembocó en la mayor crisis social, económica y política de nuestra historia. Hay nombres del actual gobierno que fueron parte de una u otra de estas aventuras salvajes (Melconián, Sturzenegger y Prat-Gay, por mencionar solo a los principales referentes económicos del macrismo).

El mejor modo de ignorar las experiencias neoliberales del pasado es no hablar de ellas. En esto, como en todo, da una mano enorme el periodismo independiente, que evita en cualquier circunstancia trazar paralelos históricos, recordar políticas pretéritas o preguntar acerca de alguna de estas incomodidades. Otra modalidad aceptable en la misma dirección consiste en justificar las políticas neoliberales apelando a la comparación con un ‘mundo’ y una ‘normalidad’ en abstracto. “En los países normales…” es un caballito de batalla que nunca puede faltar en las conferencias de prensa del actual ministro de hacienda. Macri suele apelar a las mismas categorías vacías, como cuando aseguraba que “los argentinos somos capaces de hacer grandes cosas como se hacen en el mundo”. Del mismo modo, puede apelarse a referencias en apariencia más concretas, como las ‘exitosas’ experiencias de Chile y Perú (y Brasil, antes de que la huida del capital financiero disparara la crisis actual). El problema de estas referencias es que nunca vienen acompañadas de datos sociales. Se destaca la calidad educativa de Chile, se destaca el bajo nivel de inflación de Perú, pero nunca nos enteramos del carácter elitista de la educación chilena, ni de la falta de beneficios laborales de los trabajadores peruanos, ni de los crecientes índices de desigualdad de ambos países.

Estas referencias en abstracto acerca del mundo se entrelazan con un tercer mecanismo, que supone omitir toda referencia a la crisis planetaria que viene sacudiendo al capitalismo desde el 2008, y que casualmente tuvo un impacto relativamente insignificante en la economía argentina. Uno podría decir que, aún si la memoria histórica nos fallara y la población entera decidiera borrar de su inconsciente colectivo la crisis de los años neoliberales, igual tendríamos a toda Europa (con Grecia, España y Portugal a la cabeza) como recordatorio de los estragos que acompañan todo proyecto neoliberal. Sin embargo, la escasa información que nos llega del mundo nos habla apenas de atentados terroristas y hazañas deportivas, rara vez de crisis económica. Los medios concentrados juegan un rol fundamental al filtrar qué noticias internacionales merecen circular y cuáles no. De la pobreza y la desocupación en Europa y los EEUU no se habla; el crecimiento de los partidos de izquierda también pasa inadvertido. Esto no es nuevo. En los últimos seis años, las noticias internacionales fueron quedando extrañamente relegadas en los periódicos, y desaparecieron casi por completo de las principales radios y noticieros del país. La más bizarra expresión de esta triste barrera informativa es el orgásmico ‘La vuelta al mundo en 80 segundos’, que es todo lo que podemos aspirar a conocer del mundo si tenemos la suerte de mirar el principal noticiero del Grupo Clarín.

Junto con la monopolización del relato sobre el kirchnerismo y la desaparición del contexto histórico pasado y presente, nos queda un último mecanismo discursivo: la omisión de toda referencia concreta a las consecuencias negativas de las políticas macristas. Tras la devaluación se habla de ‘sinceramiento’ y de ‘expectativas de inversiones’, no de ‘inflación’ ni de ‘crecimiento de la pobreza’; tras la quita de retenciones al agro se habla de ‘oportunidad para el crecimiento’, no de ‘transferencia de riqueza’ ni de ‘desfinanciamiento del Estado’; y la ola de despidos es presentada como una forma de ‘darle contenido al Estado’, no de ‘dejar a familias enteras en la calle’. El remate tragicómico de este listado de irrealidad lo dio el mismísimo presidente, al dirigirse a los trabajadores que acababan de ser despedidos y reprimidos, asegurándoles, con brutal cinismo: “Lo que yo sueño como presidente es que tengamos una Argentina donde cada uno de nosotros encuentre el lugar donde ser feliz… Tienen que entender que van a tener un lugar, y que los necesitamos.”

En todos estos casos las consecuencias concretas de las políticas macristas son suplantadas por una descripción aséptica de la realidad, una descripción desprovista de conflicto, de dolor o sufrimiento. Se trata, sobre todo, de una realidad sin perdedores. Todos ganan en el discurso macrista.

Si estamos en lo cierto, la combinación de estos mecanismos tiene por objetivo anular la historia: ya sea de cara al pasado, presentando al gobierno macrista como el primer gobierno después del caos primigenio encarnado por el kirchnerismo; ya sea de cara al presente, ignorando los conflictos que despiertan sus políticas; ya sea de cara al futuro, insistiendo en la utopía del diálogo y la paz social, que llegarán de la mano generosa de las inversiones extranjeras, una utopía que solo puede sostenerse si se ignoran las experiencias neoliberales pasadas y presentes.

Un gesto fundacional que da cuenta de este fin de la historia macrista son los nuevos billetes. Los antiguos próceres, que nos vinculaban con un pasado histórico y actuaban como síntesis ideológica de los proyectos políticos, se verán desplazados por fauna y flora autóctona. Asumiendo el escozor que generó en los sectores conservadores la impresión reciente de símbolos de equidad, soberanía y lucha democrática (Evita, el gaucho Rivero, las Madres de Plaza de Mayo), el Banco Central, cuyo presidente sigue procesado por desfalcar al país con el Megacanje, nos cuenta que los nuevos billetes buscan “un punto de encuentro en el que todos los argentinos puedan sentirse representandos.” Se trata, en cualquier caso, de una representación que anula la historia y reniega de la ideología, una representación que nos pide a los argentinos que nos encontremos bajo la imagen de un guanaco y de una ballena franca antes que la de un hombre que luchó por un ideal de país.

Este es el punto en el que confluyen mecanismos discursivos, billetes zoológicos y Francis Fukuyama. Allá por el año ’89, la constatación histórica que permitió al politólogo estadounidense declarar el fin de la historia fue el triunfo del frente occidental sobre el comunista. Fue un triunfo inobjetable. Para un liberal devoto y de fácil exaltación, había solo un paso entre el fin de la amenaza roja el advenimiento del prometido Paraíso Capitalista. Los marxistas de entonces, bastante magullados pero no por eso más hegelianos, no se cansaron de citar a Marx para profetizar que el mundo iba camino a una inminente crisis global. El tiempo dio la razón al materialismo histórico y empujó a Fukuyama (y al mundo) a perder buena parte de su inocencia. La Argentina estuvo entre las primeras bajas de esta crisis en expansión, y continúa siendo la triste experiencia testigo en un mundo tambaleante. Por eso que la apuesta del macrismo huele a farsa. Lo que una primera vez puede lucir, si no creíble, por lo menos verosímil, hoy carece de sustento. Ni las mayorías trabajadoras volverán a aceptar sumisamente una imposición neoliberal, ni la estrategia de deshistorización tan transitada por el Pro puede continuar teniendo éxito indefinidamente. Más temprano que tarde, las imposibles promesas macristas de diálogo, unión, institucionalidad, crecimiento económico y pobreza cero acabarán por pasarle factura. La memoria comunitaria, aunque por momentos perezosa, se ha ido fortaleciendo. Si el capitalismo nos ha enseñado algo en los últimos doscientos años es que multiplica la pobreza, amplía las desigualdades, y mata. Aquello que todavía podía pasar inadvertido en el ‘89, cuando los vientos de cambio en el régimen soviético llevaban a confundir leninismo con lucha de clases, se ha vuelto palmario en nuestro tiempo. La única esperanza del neoliberalismo, y su única apuesta, es que olvidemos nuestra historia.




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