Hace poco menos de un mes que compartí estas notas a través La Mancha. Acababan de ocurrir los desmanes provocados por infiltrados tras la marcha del 1º de septiembre, y las detenciones arbitrarias de treinta personas. Desde entonces, el gobierno y sus voceros mediáticos no han dejado de abonar a la teoría de una oposición cada vez más radical y violenta...
Marcos Peña expresó su preocupación por que los argentinos “sigamos naturalizando a un grupo político que legitima la violencia, como es el kirchnerismo”. El kirchnerismo, se extrae de lo anterior, debería ser ‘desnaturalizado’, extirpado del cúmulo de realidades que la sociedad argentina acepta ‘con naturalidad’. No hace falta indicar la rotunda violencia que habita los conceptos del jefe de gabinete. Es la violencia de la negación del otro, de su anulación como una identidad válida; es la más oscuras de las violencias, una violencia que solo puede hallar su punto de equilibrio en la destrucción del otro.
Hoy no existe margen para reclamar una mirada intelectualmente honesta sobre el kirchnerismo, que sirva para desmentir el carácter violento que se le atribuye. El gobierno y su maquinaria mediática coinciden en imputar a esta fuerza la responsabilidad de todo desborde callejero –interponiendo con preocupante frecuencia acusaciones de “terrorismo” y “fundamentalismo”. El riesgo menor es que la caricatura se imponga; el riesgo mayor, que la profecía termine por cumplirse.
Toda desviación se define en base a un orden normativo. La construcción discursiva que los medios oficialistas hacen del kirchnerismo parte de un marco de supuesta normalidad. El desviado es siempre aquel otro que no se sabe ajustar al orden propio. Sin embargo, como señala Howard Becker, aquel que es definido como un desviado dentro de un ordenamiento particular podría, a su vez, estar juzgando como desviada la conducta de sus propios jueces.
Es lo que ocurre con las caracterizaciones de la violencia. Las voces liberales acusan al kirchnerismo de violento; y este, junto con el amplio arco del campo popular, aplican la misma caracterización al macrismo. No hay irracionalidad aquí. Lo que hay es la confrontación de órdenes opuestos desde los cuales cada espacio ideológico define su propia desviación.
El proyecto macrista busca consolidar un ordenamiento adecuado a las necesidades de las corporaciones y el capital financiero, un ordenamiento basado en la subordinación de las grandes mayorías y regulado a partir de la represión de los elementos disruptivos. En definitiva, un orden liberal. Por el contrario, el proyecto al que todavía se aferra en kirchnerismo se proponía un orden ajustado a las demandas sociales y sostenido por una gradual ampliación de derechos; una orientación liberadora, cuya consolidación dependía de la fortaleza del Estado para interferir en los intereses corporativos. Es lo que suele definirse como un orden de izquierda, o –para evitar debates innecesarios- un orden progresista.
La posición que tomemos con respecto a cada uno de estos órdenes antagónicos definirá qué percibamos como violencia. El orden represivo liberal verá la violencia en el corte de calles, en la manifestación popular, en el graffiti, en la denuncia a los poderes fácticos. El orden liberador la verá en la negación de un detenido desaparecido, en las demoras judiciales, en las detenciones arbitrarias, en los cínicos llamados al diálogo y la prudencia.
El primer grupo de violencias (si es que le cabe el término) se enmarca en la defensa de derechos; de aquí su carácter liberador. El segundo grupo representa en sí mismo un vehículo para la negación de derechos. Configuran una violencia represiva, y por esto mismo más contagiosa. Es esta violencia que baja del Estado la que mayor riesgo corre de incitar una reacción violenta. Es el riesgo y la trampa de todo régimen represivo.
Ante la violencia que anula la vida, que la desaparece y que la niega, cualquier respuesta parecería justificada. Sin embargo, no toda respuesta puede ser estratégicamente acertada. Hoy la determinación y la administración del orden está en manos de un gobierno de matriz represiva, con gran despliegue mediático y creciente apoyo electoral. Enfrentarlo obliga a transitar las márgenes de este orden sin caer en sus redes. El estáblishment político y económico ya ha decidido que “la violencia será un tema constante del próximo año”. El mayor error en que podría caer el campo popular sería responder a esta violencia con más violencia, convirtiéndonos en el vehículo de una profecía que no es la nuestra.
Marcos Peña expresó su preocupación por que los argentinos “sigamos naturalizando a un grupo político que legitima la violencia, como es el kirchnerismo”. El kirchnerismo, se extrae de lo anterior, debería ser ‘desnaturalizado’, extirpado del cúmulo de realidades que la sociedad argentina acepta ‘con naturalidad’. No hace falta indicar la rotunda violencia que habita los conceptos del jefe de gabinete. Es la violencia de la negación del otro, de su anulación como una identidad válida; es la más oscuras de las violencias, una violencia que solo puede hallar su punto de equilibrio en la destrucción del otro.
Hoy no existe margen para reclamar una mirada intelectualmente honesta sobre el kirchnerismo, que sirva para desmentir el carácter violento que se le atribuye. El gobierno y su maquinaria mediática coinciden en imputar a esta fuerza la responsabilidad de todo desborde callejero –interponiendo con preocupante frecuencia acusaciones de “terrorismo” y “fundamentalismo”. El riesgo menor es que la caricatura se imponga; el riesgo mayor, que la profecía termine por cumplirse.
Toda desviación se define en base a un orden normativo. La construcción discursiva que los medios oficialistas hacen del kirchnerismo parte de un marco de supuesta normalidad. El desviado es siempre aquel otro que no se sabe ajustar al orden propio. Sin embargo, como señala Howard Becker, aquel que es definido como un desviado dentro de un ordenamiento particular podría, a su vez, estar juzgando como desviada la conducta de sus propios jueces.
Es lo que ocurre con las caracterizaciones de la violencia. Las voces liberales acusan al kirchnerismo de violento; y este, junto con el amplio arco del campo popular, aplican la misma caracterización al macrismo. No hay irracionalidad aquí. Lo que hay es la confrontación de órdenes opuestos desde los cuales cada espacio ideológico define su propia desviación.
El proyecto macrista busca consolidar un ordenamiento adecuado a las necesidades de las corporaciones y el capital financiero, un ordenamiento basado en la subordinación de las grandes mayorías y regulado a partir de la represión de los elementos disruptivos. En definitiva, un orden liberal. Por el contrario, el proyecto al que todavía se aferra en kirchnerismo se proponía un orden ajustado a las demandas sociales y sostenido por una gradual ampliación de derechos; una orientación liberadora, cuya consolidación dependía de la fortaleza del Estado para interferir en los intereses corporativos. Es lo que suele definirse como un orden de izquierda, o –para evitar debates innecesarios- un orden progresista.
La posición que tomemos con respecto a cada uno de estos órdenes antagónicos definirá qué percibamos como violencia. El orden represivo liberal verá la violencia en el corte de calles, en la manifestación popular, en el graffiti, en la denuncia a los poderes fácticos. El orden liberador la verá en la negación de un detenido desaparecido, en las demoras judiciales, en las detenciones arbitrarias, en los cínicos llamados al diálogo y la prudencia.
El primer grupo de violencias (si es que le cabe el término) se enmarca en la defensa de derechos; de aquí su carácter liberador. El segundo grupo representa en sí mismo un vehículo para la negación de derechos. Configuran una violencia represiva, y por esto mismo más contagiosa. Es esta violencia que baja del Estado la que mayor riesgo corre de incitar una reacción violenta. Es el riesgo y la trampa de todo régimen represivo.
Ante la violencia que anula la vida, que la desaparece y que la niega, cualquier respuesta parecería justificada. Sin embargo, no toda respuesta puede ser estratégicamente acertada. Hoy la determinación y la administración del orden está en manos de un gobierno de matriz represiva, con gran despliegue mediático y creciente apoyo electoral. Enfrentarlo obliga a transitar las márgenes de este orden sin caer en sus redes. El estáblishment político y económico ya ha decidido que “la violencia será un tema constante del próximo año”. El mayor error en que podría caer el campo popular sería responder a esta violencia con más violencia, convirtiéndonos en el vehículo de una profecía que no es la nuestra.
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