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¿El femicidio se va a acabar?

Era 2016. Crecía el movimiento Ni Una Menos. Escribí unos apuntes que no me animé a publicar por varias razones: porque era un gesto machista incorporarme a un diálogo que necesitaba de la voz de las mujeres, porque las feministas que conozco no parecían coincidir con mis planteos, y porque tenía miedo de meter la pata. Hoy ya no hay miedo de meter la pata, ni de echar algunas hierbas machirulas al caldero de las brujas. Pero lo que más me tranquilizó fue descubrir en el último tiempo que Rita Segato ya venía elaborando planteos que iban en una dirección parecida. De aquí que los únicos agregados que hice al original fueran un puñado de menciones a Rita, donde el texto lo ameritaba.

Las sociedades patriarcales existen desde tiempos inmemoriales. Ha habido maltratos, persecuciones y matanzas dirigidas contra la condición de mujer en muchos otros tiempos y espacios. Pero cada tiempo y espacio ha tenido sus particularidades; el pensamiento patriarcal se ha ido ajustando a los sistemas de valores y de constitución identitaria propios de cada época. No es, en absoluto, un pensamiento dado de una vez y para siempre. De aquí la importancia de entender la sorpresiva violencia de género de que estamos siendo testigos en el contexto de nuestra propia contemporaneidad: Argentina, 2016. Si bien es cierto que el pensamiento machista en todos los tiempos se sostuvo en la objetivación de la mujer, en la construcción de ese otro diferente al hombre como objeto y hasta como propiedad, la objetivación de que son víctimas las mujeres se instala en la actualidad en un contexto cultural atravesado por una racionalidad que traslada la objetivación a todos los ámbitos de la existencia. Es esta la racionalidad característica de una sociedad de consumo que ha extendido ese consumo a todos los estratos sociales, y donde la subjetividad propia, la construcción identitaria de cada ser humano, se erige a partir de la posesión material de objetos efímeros, a partir de una dinámica infinita de acceso a mercancías eternamente insuficientes, que conduce, en muchos casos, a la insatisfacción y a la frustración. Es en este contexto en el cual conviene analizar el femicidio y la racionalidad patriarcal si es que buscamos comprenderla para erradicarla. 

Dos elementos permiten que nos arrimemos a una comprensión de la violencia de género tal cual la vivimos aquí y ahora. El primer elemento es la rebeldía femenina. En lugar de asumir un rol pasivo y de aceptar con resignación someterse al arbitrio del hombre, la mujer argentina ha ido desplegando gradualmente su espacio de autonomía. La salida del hogar para incorporarse al mundo del trabajo y de la política, y la vertiginosa ampliación de derechos (particularmente el derecho al voto, al divorcio y a la patria potestad compartida) han enseñado a las mujeres a ser más independientes, y por lo tanto, más conscientes de su propio valor y de su propia autoridad como actores económicos y sociales. Pero la mujer que se valora es una mujer que se rebela ante la arbitrariedad de la autoridad masculina. En el hogar, en el ámbito laboral, en las relaciones interpersonales, la rebeldía desnuda los conflictos de intereses de ambas partes, los tensa, los pone sobre la mesa y desencadena una resolución. El tratamiento de los conflictos de igual a igual al interior de la relación entre hombres y mujeres es una novedad que pone de cabezas las estructuras patriarcales y que deja a los machos primitivos sin otra salida que la violencia sobre un cuerpo y una conciencia que ya no pueden dominar.

Se reactualiza entonces la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, donde el esclavo (el ser objetivado) solo puede serlo en tanto no visualiza su carácter de esclavo (de objeto). La sola toma de conciencia dispara una rebeldía y una lucha por la subjetividad que no puede resolverse si no es a través de la transformación de la subjetividad de uno de los involucrados. O el amo (macho, en este caso) acepta que ya no es amo, o el esclavo (mujer) acepta seguir siendo esclavo. Nótese aquí que tanto amo como esclavo necesitan resolver esta tensión para ser, para existir de un modo que otorgue sentido a sus vidas. Hegel garantiza ya que esta lucha por la subjetividad es una “lucha a muerte”. Tomémoslo metafóricamente, o no.

El segundo elemento característico de la violencia de género actual es la enajenación multiplicada que recae sobre el hombre machista, a quien no se ofrecen otras opciones de constitución subjetiva por fuera de la lógica objetivadora de la sociedad de consumo en la que se encuentra sumergido. Asumamos por un momento el riesgo que supone ver en el hombre machista también una víctima de un sistema de relaciones sociales, simbólicas y económicas que lo supera (riesgo que viene asumiendo Rita Segato con mucha mayor autoridad sobre el tema): si el yo machista se instituye como sujeto a partir de la objetivación de un otro femenino, romper con este vínculo distorsionado requeriría de una constitución subjetiva del hombre que pudiera encausarse a través de otras imágenes del yo. Simplificándolo, el hombre solo puede dejar de ser machista si encuentra otros caminos para la constitución de su identidad que no supongan la necesidad de apropiarse constantemente de objetos. Nuestra sociedad promueve en cambio una enajenación y frustración constantes, empujadas por una lógica de consumo que hace del goce fugaz y transitorio de los objetos nuestro principal camino para la construcción de nuestra identidad. Somos lo que consumimos, somos aquello de lo cual nos apropiamos.

De modo equivalente, al discutir sobre delincuencia común podemos interpretar que el pibe que mata por un par de zapatillas no solo objetivaba al otro (en tanto la vida de este otro pasa a valer lo que un par de zapatillas), sino que su propia vida es objetivada en el instante en que la posesión de un par de zapatillas lo constituye a él como persona: en una sociedad donde el ser se configura a través de objetos de consumo, un par de zapatillas nos permite constituirnos ontológicamente.

El macho asesino, violador, golpeador, es también el blanco de una objetivación. Busca apoderarse del cuerpo, de la concha, de la voluntad del otro (de la otra) porque a través de esta acción supuestamente masculina se instituye su persona. Esta dinámica se inscribe en el ‘mandato de masculinidad’ que nos enseña Segato. Durante un instante, esa apropiación permite al macho ser, constituirse en hombre, satisfacer su pulsión identitaria,  como si de un consumo superficial se tratase. No es casual que la violencia de género haya penetrado con mayor profundidad en los sectores más vulnerables, donde la constitución identitaria encuentra más dificultades para estar a la altura de las demandas sociales por el consumo de objetos simbólicos asumidos como socialmente valiosos. Tampoco es casual que la paridad de géneros se haya desplegado con mayor facilidad en sociedades con mayor acceso al consumo, o económicamente más igualitarias.

¿Cómo rescatar entonces la subjetividad del macho de un mundo objetivante que obliga a cubrir los huecos de una vida insignificante y vacía a través de objetos o vínculos objetivantes? ¿Vale la pena hacerlo? Hasta el momento, las marchas contra los feminicidios han tenido un doble objetivo: concientizar a la sociedad y reclamar una justicia especialmente dirigida a defender a la mujer de la violencia de género. La respuesta punitivista (y esto lo saben bien los sectores progresistas que encabezan estas marchas), nunca es una respuesta suficiente a las problemáticas que ya han hecho carne en las experiencias de vida de las personas. Por su parte, la toma de conciencia o el cambio de mentalidad, únicas soluciones de largo alcance, deben, en última instancia, ser la toma de conciencia o el cambio de mentalidad de los hombres.

Cuando el colectivo Ni Una Menos dirige la atención sobre los aspectos culturales que subyacen a la violencia de género, el centro del debate acaba puesto en las desigualdades jurídicas. El reclamo se dirige a un aparato institucional. La toma de conciencia y el cambio de mentalidad que se exigen son los del Estado. Pero el aparato institucional solo puede proteger a las víctimas y castigar a los victimarios, no puede evitar las violencias que se despliegan fundamentalmente en los espacios domésticos y privados. La reconfiguración jurídica es un primer paso que debe ser acompañado por una atención a la subjetividad de los potenciales victimarios. Es a estos a quienes se debe facilitar la constitución de una subjetividad emancipada, que rechace la objetivación de la mujer -o mejor dicho, que rechace todo tipo de objetivación de lo humano.

Este horizonte encuentra un límite difícil de salvar en una sociedad que empuja a sus individuos a una dinámica objetivadora, en una sociedad que cada vez piensa menos en términos de vínculos sociales basados en el afecto, la comprensión y el respeto hacia la libertad del otro. El problema tampoco puede reducirse a las personas, cuyos hábitos y valores no dejan de estar moldeados socialmente. Hoy en día, el problema está en el entorno consumista, alienante, en la profunda falta de libertades para el desarrollo de las personas, en la desigualdad económica que frustra y violenta; en definitiva, en el capitalismo que nos convierte en mercancías y que nos exige, para sentir por un instante que nuestras vidas tienen sentido, que hagamos de los otros lo que el sistema hace de nosotros: fugaces mercancías.

Las mujeres se han rebelado, y es deseable y es bello que así sea, pero hoy esta rebelión exige algo más que centrar la mirada sobre hombres que son victimarios-víctimas, exige expandir el rechazo hacia las relaciones sociales y económicas objetivantes que producen a esos hombres. O tendremos justicia, y a los femicidas tras las rejas, pero el femicidio no se va a acabar.

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