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Bolsonaro, devenires de un hitlerismo reactualizado

Dos años tuve en mi lista de búsquedas digitales un pequeño volumen publicado por Carl Amery en 1999. Un librillo prácticamente desconocido e imposible de conseguir, con el provocativo título Auschwitz: ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor. Tras dos años de infructuosa búsqueda, en pleno proceso de ascenso de Bolsonaro en Brasil, una copia de la edición española del libro comenzó a circular por la web. Una señal de época.

Amery y un hitlerismo para el siglo XXI

En Auschwitz..., Amery asegura que el hitlerismo fue un emergente lógico de la racionalidad científica, política y cultural de su época, y propone una hipótesis llamativa y polémica para su época: que el avance del capitalismo financiero y globalizado sentaría las bases para una reactualización de la estructura ético-política que habilitó la expansión del proyecto hitlerista. Veinte años fueron suficientes para que aquella loca hipótesis perdiera todo su carácter polémico.
 
Podemos estar de acuerdo o no con Amery cuando infiere que, de ocurrir, un nuevo proyecto de selección social (es decir, un nuevo proyecto hitleriano) probablemente acabe siendo conducido por corporaciones trasnacionales antes que por demagogos de derecha. Sin embargo, el gran logro de su análisis consiste en echar luz sobre las estructuras de soporte del hitlerismo, las que no podemos dejar de testear en el contexto de neofascismos en ascenso tanto en Europa como en nuestro continente. Amery entiende que la narrativa que fundamentó la aplicación inacabada del proyecto de Adolf Hitler estaba contenida ya en Mi Lucha. Dar cuenta de este proyecto supone entonces comprender su narrativa de origen, más allá de los fracasos o las desviaciones que la política hitleriana haya debido enfrentar en su aplicación concreta.

A través de las páginas de Auschwitz… es posible delimitar cuatro componentes estructurales que sirvieron de base para la retórica hitleriana, y que bien podrían sustentar proyectos políticos futuros. Amery comienza por la noción de espacio vital. El proyecto de Hitler era alimentado por la certeza de que los recursos de Europa y el mundo no alcanzarían para todos. En este contexto, Hitler había identificado una aristocracia dirigente (la raza aria), destinada a conducir al resto de la humanidad y cuya misión consistía en realizar una selección de los aptos en base a sus necesidades de dominación. El principal enemigo de este proyecto era el cúmulo de sentimientos y valores humanistas de raíz judeocristiana. Valores como la piedad o la culpa podían llevar a que una aristocracia dirigente se ocupe de los débiles y los desfavorecidos, perdiendo su rumbo y su destino histórico. Espacio vital, aristocracia dirigente, selección de los aptos y antihumanismo constituyen entonces los cuatro componentes estructurantes de la retórica hitleriana. Pero aún es necesario un quinto elemento coyuntural que los active: una crisis de subjetividad. En Alemania, esta tuvo lugar tras la Gran Depresión del '29, que dejó al desnudo como nunca antes el carácter expulsivo del proyecto capitalista.

Amery escribe inserto en el globalismo noventista del Consenso de Washington. De aquí que otorgue a los sectores corporativos el testigo hitlerista. El cambio de siglo, sin embargo, vio al mundo virar nuevamente hacia los proyectos nacionalistas. El giro antiglobalista de los EEUU pos-9/11, con su ruptura unilateral de los consensos internacionales y la caída en desgracia de los organismos de gobernanza mundial, volvieron viables una vez más el resurgimiento de un hitlerismo de raigambre nacional. Si la caída de las Torres Gemelas representó la primera crisis de subjetividad del siglo (por lo menos para EEUU y Europa), una nueva y segunda crisis, esta vez de alcance global, llegaría con el colapso del Lehman Brothers y la Gran Recesión de 2008. Una vez más quedaba al desnudo el rostro criminal e inhumano del capital financiero, lo que despertó por igual movimientos de resistencia democráticos y autoritarios. Entre los últimos, sorprendió el ascenso de los partidos neonazis europeos y la consolidación de las opciones de ultraderecha. Nadie entonces podía imaginar que el mejor espécimen de este hitlerismo remozado acabaría ofreciéndolo un país sudamericano: Brasil.

Si bien ahora mismo el proyecto de Jair Bolsonaro comienza a tambalear por razones que comentaré más adelante, eso no debería restar relevancia a este análisis, que también permite echar luz sobre el crarácter de otros gobiernos continentales no menos controvertidos, como el de Trump en los EEUU o el de Maduro en Venezuela. De más está señalar que la pandemia actual anticipa una nueva crisis de subjetividad para occidente, cuyas consecuencias políticas aún están por verse. Pero dejaré estas digresiones para otra oportunidad.

Bolsonaro, un hitlerismo latinoamericano

Brasil tuvo también su compleja crisis de subjetividad antes del arribo de Bolsonaro al poder. Los efectos de la Gran Recesión actuaron en paralelo con una profunda crisis política que degradó los puntos de apoyo de históricas identidades sectoriales y partidarias. La multiplicación y espectacularización de las causas por corrupción, el golpe parlamentario que destituyó a una presidenta electa, la condena y prisión efectiva del último gran líder popular del país, todos estos condimentos condujeron a la desorientación política de una sociedad ya golpeada económicamente, habilitando el discurso rupturista -pero ordenador- de Bolsonaro.
 
En la narrativa bolsonarista encontramos los mismos cuatro elementos articuladores de la narrativa hitleriana: espacio vital, aristocracia dirigente, selección de los aptos y antihumanismo. El primero de estos elementos, la expansión del espacio vital, se traduce en labios del mandatario carioca como expansión del espacio productivo del país. No debe quedar parcela de territorio brasileño que escape a la lógica de la generación de valor, lo que obliga a repensar la relación del Estado brasileño con la región amazónica, hasta ahora tenida por santuario ecológico y tribal. La Amazonia es vista por el bolsonarismo como un espacio improductivo que debe hacer su aporte a la frágil economía del país. Esto se traduce en políticas concretas, como el desfinanciamiento de los controles ambientales y el aval a la quema de tierras para la agricultura y ganadería. En un solo año del nuevo gobierno, la desforestación alcanzó su pico histórico, y los incendios fuera de control arrasaron con millones de hectáreas.
 
Toda expansión del espacio vital produce sus víctimas. El avance sobre el Amazonas es un avance sobre la vida silvestre, pero también sobre las comunidades indígenas, a quienes Bolsonaro ha venido excluyendo históricamente de su proyecto de país. Los indígenas son para él "indios hediondos, no educados, que no hablan nuestra lengua". Sin embargo, los pueblos originarios no representan la única minoría deshumanizada por la narrativa bolsonarista. El presidente carioca ha tenido definiciones igual de violentas para los afrodescendientes, las mujeres y las diversidades sexuales. Bolsonaro llegó a decir que los negros "no sirven ni para reproducirse", que las mujeres "deben ganar menos porque se quedan embarazadas," y que los gay "son producto del consumo de drogas". Este desprecio verbal se traduce en acciones de estigmatización avaladas desde el Estado. En el Brasil de Bolsonaro, los negros sufren el 99% de las muertes por balas policiales, las violaciones y los femicidios aumentan, y la violencia homofóbica se multiplica y  naturaliza.
 
Otro sector perseguido por el bolsonarismo ha sido la izquierda política. Además de la retórica violenta con que se ataca a docentes, intelectuales y artistas, Bolsonaro no esconde que los recortes presupuestarios a universidades y a programas culturales deben entenderse como sanciones contra lo que denomina el "marxismo cultural".
 
"Las minorías tienen que inclinarse ante las mayorías", ha llegado a  decir en una de las frases que mejor describe la política de exclusión de su gobierno. Estas minorías estigmatizadas por la narrativa bolsonarista sirven para delinear, por oposición, a quien compondría la aristocracia dirigente de su proyecto de nación: el hombre blanco, heterosexual y cristiano.
 
Una vez delineada esta aritocracia dirigente, todo proyecto hitlerista supone una selección de los aptos: aquellos que acepten sumarse al proyecto de la dirigencia en carácter de sometidos. En los últimos meses, Bolsonaro ha concedido a los pueblos indígeneas el derecho a la supervivencia, siempre y cuando acepten incorporarse a la "civilización", identificada con la modernidad capitalista. El proyecto de minería amazónica de su gobierno otorga a las comunidades indígenas el derecho a recibir una compensación por el uso de sus tierras, e incluso el derecho a llevar a cabo sus propios emprendimientos mineros. Lo que no les otorga es el derecho a negarse al avance corporativo sobre sus territorios. Para el gobierno de Bolsonaro, el indígena que vale como ser humano es aquel que se adapta. El propio mandatario expuso recientemente este ideal de indianidad integrada -y sometida- al asegurar que "cada vez más, el indio es un ser humano igual que nosotros".
 
La misma adaptación se espera de las minorías sociales y políticas. Desde el año pasado, los docentes universitarios brasileños trabajan bajo amenaza de escrache, sin poder enseñar libremente a autores socialistas o la perspectiva de género. Tampoco los artistas contraculturales están libres de las presiones: a fin año, la productora de la sátira La Primera Tentación de Cristo fue víctima de los twits del hijo de Bolsonaro -primero- y de un ataque con bombas molotov -después-.

Para sostenerse, esta selección de los aptos requiere de una desensibilización social generalizada ante el dolor de los que sufren, de los débiles y oprimidos. En Brasil, el antihumanismo característico de todo proyecto hitlerista construye sentido a partir de la violencia verbal de su presidente, quien antepone la muerte y el desprecio a la piedad y la comprensión. Fue Bolsonaro quien dijo preferir un hijo muerto a un hijo homosexual, fue él quien aseguró que los artistas debían ser fusilados y que el mejor delincuente es el delincuente muerto. También fue él quien concluyó que el error de la dictadura había sido torturar en lugar de matar. No por nada, el guiño gestual que dirige a sus seguidores son las manos alzadas en señal de disparo.
 
A pesar de que Bolsonaro se convirtió al evangelismo antes de las elecciones, y de que suele invocar a Cristo y a Dios en sus discursos, el apoyo religioso que recibe proviene sobre todo de las iglesias pentecostales, las cuales proponen un Dios capitalista y disciplinador, cuya solución para los problemas de los hombres se encuentra en la ofrenda económica y en la sumisión a la autoridad. Para el pentecostalismo brasileño, los hijos deben someterse a los padres, la mujer al marido, y todos al sacerdote (y, por extensión, al gobernante de su elección).
 
Si el objetivo del antihumanismo es la desensibilización frente al sufrimiento, no es casual que uno de los sectores más atacados por Bolsonaro sea el ambientalismo. Este no solo propone un coto ético al proyecto de expansión del espacio vital y productivo, sino que representa un humanismo naturalista que trasciende al ser humano, para atender al sufrimiento de todos los seres vivos por igual.
 
Pero sin dudas la señal más clara del antihumanismo bolsonarista ha sido la reacción del presidente ante la pandemia global que se expande por el continente, y que amenaza con llevarse la vida de cientos de miles de brasileños. Para Bolsonaro, los recaudos sanitarios ante la pandemia se inscriben dentro de la lógica de la selección de los aptos. Preocuparse por la infección supone, en sus palabras, señal de flaqueza física y espiritual: "En mi caso particular, por mi pasado de atleta, si fuese contaminado por el virus, no me preocuparía". Esta racionalidad se vuelve aún más explícita cuando asegura que para enfrentar el virus "con realidad" es menester aceptar que "todos nos debemos morir un día".

La semilla de un hitlerismo continental


La experiencia de Bolsonaro cumple punto por punto con las condiciones que Amery identifica para todo proyecto hitlerista. Hoy incluso, su desafío a las decisiones sanitarias de los gobernadores, su participación en marchas a favor del cierre del Congreso, y su apoyo implícito a la conformación de comandos parapoliciales comandado por su hijo, lo acercan peligrosamente a las estrategias de desestabilización institucional que el propio Hitler llevó a cabo desde el gobierno una vez electo canciller. En medio de la crisis sanitaria que se abalanza sobre la población brasileña, las Fuerzas Armadas, los aliados políticos y los medios de información comienzan a tomar distancia de su gobierno. Las tensiones al interior de este bloque de poder no son nuevas, pero encuentran en el contexto de la pandemia el terreno oportuno para desatarse. Debe preocuparnos, sin embargo, que Bolsonaro haya sido tolerado política y mediáticamente mientras su antihumanismo se dirigió contra las minorías étnicas, sociales y políticas, y que su legitimidad entrara en crisis únicamente cuando este antihumanismo se expandió -pandemia mediante- sobre el resto de la población, incluso sobre la propia aristocracia dirigente. Quizás el error de Bolsonaro haya sido poner a jugar sobre el tablero de la selección de los aptos a toda la población brasileña por igual, obligándola a enfrentar un virus que no distingue raza, género u orientación sexual. Su hitlerismo radicalizado y egocéntrico, hasta el punto de dinamitar su propia base de poder, es lo que hoy lo deja debilitado y tambaleante. Pero el hecho de que Brasil y nuestra región (nuestra dirigencia política y medios de comunicación por lo menos) hayan consentido la existencia de un Bolsonaro, nos habla de una semilla que ya ha sido plantada en el continente, y que probablemente no resulte nada fácil extirpar.

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