L os casos de abuso sexual por parte de autoridades eclesiásticas que han trascendido en los últimos años no hacen sino echar más luz sobre las irrefutables limitaciones de la Iglesia en tanto institución representativa o jueza de las conductas sociales [1]. Esto va acompañado por el hecho de que se ha vuelto cada vez un lugar más común oír diatribas políticas durante las homilías, lo cual no representaría un hecho indeseable en sí mismo si no fuera porque los mismos sacerdotes que pretenden saberse capaces de transformar la injusta realidad social son incapaces de juicios críticos sobre las injusticias y contradicciones de la institución que representan. Uno puede suponer que esta incapacidad se debe en algún punto (o en algunos casos por lo menos) a que la institución eclesiástica no da lugar a críticas y suele castigar a sus miembros rebeldes. Sin embargo, esta miopía crítica que impide cuestionar y atacar las decisiones de la Iglesia deja sin efecto cualquier otro juicio de alcance