C orría enero del 2009 y yo había decidido que quería escribir guiones de historieta. Hacía poco menos de un año que había descubierto a Gaiman y a Moore, y mi amor por el medio (que había sufrido un hiato de ¡16 años! desde mi adolescencia temprana), renació con la fuerza que solo una explosión del parlamento inglés, un rostro con el test de Roschach, y un diálogo entre el Señor de los Sueños y Shakespeare podían imprimirle. Todavía no tenía canas, es cierto (y tampoco las tengo), pero la mayoría de mis amigos sí las tenían (y esto cuando no habían perdido el cabello ya –camino hacia el cual me dirijo inexorablemente, valga la confesión). El punto es que volví a creer en la historieta cuando creía empezar a encontrar mi voz en el terreno de la poesía y la narrativa, y esa fe renacida fue tanto como una perdición. Abandoné todos mis proyectos literarios y me puse a escribir mi primer guión de cómics, un breve pero pretencioso relato medieval que más allá de sus pequeños logros tuvo que...