A unque el macrismo apele con recurrencia a una retórica encolerizada que combina epítetos degradantes (‘lakras’, ‘KKs’, ‘Kukas’) con un ‘fuck you’ proctológico y extranjerizante, las paradojas de la vida política argentina acabaron por asignar el rol de fuerza violenta al kirchnerismo. Sin importar cuánto insistan ‘los K’ en aferrarse a sus axiomas solidarios (“la patria es el otro”, “al odio se le gana con amor”), su lugar en el reparto de sentidos mediáticos ha sido determinado por sus poderosos enemigos, que cuentan entre sus voceros a miembros del gobierno y medios oficialistas por igual. Marcos Peña definió al kirchnerismo como “un grupo político que legitima la violencia”; Gabriela Michetti llegó a asegurar que “los kirchneristas viven violentos y agresivos”; y el propio presidente se desmarcó de la gestión anterior explicando que “cambiar también es entender que la violencia no es la forma”. En el mismo registro, Joaquín Morales Solá responsabilizó por los conflictos en la Pa