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Aguardando el mediodía (cuento)

Hace algunos años me había propuesto escribir toda idea que cruzara por mi mente. La intención era ejercitarme, estar constantemente activo. Duré tan sólo una semana y tres cuentos. Uno de ellos es éste, que aún me agrada, y el cual actualicé trasladando la acción de la selva asiática a la tucumana. Aquí va:




AGUARDANDO EL MEDIODÍA


Aquella noche en la selva tucumana la luna había desaparecido, ahogada tras un manto negro de nubes.


El Dr. Alsina había hecho guardia en el improvisado campamento hasta que su reloj le marcara las tres de la mañana. Eduardo lo había sucedido en la vigilia. Tras un agobiado "buenas noches" se había internado en la oscuridad de su tienda. Había caído dormido. No había soñado, antes de que lo despertaran las sombras y los latigazos penetrándole la espalda.


Fueron un furioso ardor en la cintura y luego en el brazo y luego a lo largo de la pierna y luego le resultó imposible determinar por dónde le llegaba el dolor. Había procurado darse la vuelta y al abrir los ojos experimentó el aliento y la visión de la enorme bestia que lo estaba devorando. Había hurgado al tacto entre sus cobijas, y milagrosamente su mano calzó en la Colt, tal como si hubiese sido ésta quien lo buscara y no al revés. Había detonado el arma, una y seis veces sobre la sombra, y la había visto retroceder. Destrozado, con las piernas inconscientes y un brazo abierto en toda su longitud, había procurado arrastrarse hasta uno de los extremos de la tienda, en busca de su mochila y de sus municiones. No las encontró.


Permaneció inmóvil, presionando con su brazo bueno sobre el vientre hendido. Agradeció a la noche impenetrable que lo preservara de la visión de la sangre derramada. Próximo a su oído le llegaba aún el exhalar profundo de la bestia, a través de las paredes de su tienda. Se encontraba desarmado, y en la oscuridad no alcanzaba a dar con nada que pudiera servirle de protección. Tampoco quería moverse, sentía que desangraba por todos sus miembros y que lentamente la fatiga -o el desfallecimiento- lo vencían. Pensó en la suerte de Eduardo, y concluyó en que no debía ser mejor que la suya. ¿Cómo no había oído nada? ¿Cómo se había convertido él en presa tan fácil? Había sembrado aquella selva de trampas y cepos..., era inútil siquiera considerarlo... Cercano a su oído, el resuello trepidante de la única fiera con la cual había topado en semanas estaba acabando por corroer sus nervios. Los separaban apenas el grueso lienzo que limitaba su tienda; el animal aguardaba en el exterior. ¿Qué lo contenía de volver a embestirlo? Seguramente lo cegaría la noche, aunque aún podía guiarlo hasta él el hedor de la sangre. Seguramente lo habrían atemorizado las balas, aunque no lo suficiente como para huir. Seguramente, pensó, estaría herido.


Acompañado por un hondo gruñido, le llegó próximo el rumor de la bestia reptando a través del claro. Reconocía el murmullo de pastos triturándose bajo el peso del animal. Sin dudas se arrastraba. Uno de sus disparos pudo haberle entrado un pie. Esto bastó para reavivar sus esperanzas. Aunque de estar herido, no lo oía gemir ni quejarse. Él por lo pronto, a duras penas refrenaba los sollozos, de modo que no delataran su desamparo. Tal vez el animal, mal herido, llevara a la práctica el mismo ardid.


Finalmente, la mañana alborotó vertiginosa aquella porción de selva. El sol cayó decidido sobre las telas verdes de la tienda. El Dr. Alsina descubrió que se había dormido contra su voluntad. También presenció, con horror, las partes destrozadas de su cuerpo, que apenas sentía; las vio irreales, en parte como consecuencia de la debilidad de su espíritu agónico, en parte por el nimbo verdoso que imprimía el sol enérgico sobre las cosas de la tienda. El resoplar de la bestia lo había atormentado en sueños, y volvía a hacerlo ahora, sólo que más distante, como si el animal se hubiera alejado algunos metros en el transcurso de la noche. El doctor aún se mantenía lúcido. Estimó su muerte para el mediodía, pues no se figuraba cómo contener la hemorragia. Un rescate, se sinceró, era imposible. Lo que más lo enfureció sin dudas, fue morirse con las manos vacías, en el fracaso de una cacería.


Tomó una decisión, se propuso cazar aquella presa antes de que lo alcanzara la muerte. Juntó sus últimas fuerzas y apoyando el cuerpo sobre su lado bueno se arrastró hasta la boca de la tienda. No veía nada desde aquella posición, más que el fuego muerto y un reguero de sangre que se perdía sobre su derecha. Con firme voluntad se irguió sobre su brazo sano. Una larga puntada le atravesó la espalda. Se dio envión y medio cuerpo suyo se volcó sobre el pasto, fuera de la tienda. Entonces pudo verlo todo. Vio los restos de Eduardo, tendido justo a su lado, con el fusil entre las piernas, vio el camino de rojo sobre el verde, y lo recorrió con la vista hasta acabar en las garras del enorme yaguar que le devolvía la mirada. El Dr. Alsina temió estar en presencia de una ilusión, o de un reflejo. El animal, dorado, marcado con huellas negras y rojas, descansaba con el cuerpo volcado sobre uno de sus flancos, en una postura muy similar a la suya. Las balas le habían perforado el vientre y la mandíbula, y tenía una garra herida. Enlazada a una de las patas traseras estaba su mochila. En las ancas posteriores, un disparo de fusil, que no había sido suyo, le había abierto un enorme orificio por el cual el animal se moría.


El Dr. Alsina extendió su brazo hasta dar con el rifle de Eduardo. Pero debió aguardar algunos minutos para recuperar las fuerzas y arrastrarlo hasta sí. El yaguar presenció la maniobra con resignación y silencio. El doctor revisó el arma. Aquellos menesteres le consumieron largos minutos, lentos movimientos, y dolor. Los ojos oscuros y condenados del animal no se apartaron de aquellas manos. El calor selvático que el Dr. Alsina tanto había despreciado en otras oportunidades, ahora lo mantenía a resguardo del frío de la muerte. Comprobó que le quedaba un solo tiro. Acomodó el cuerpo. Con valor dirigió el arma hacia la bestia. El pulso le fallaba, contuvo la respiración para no desacomodar el brazo. El animal sintió el estallido de la pólvora y apenas pudo responder con un gruñido ahogado. Detrás de él el disparo fue a dar contra las raíces de un árbol, desperdiciándose en un crujido de astillas quemadas. El Dr. Alsina se dejó caer. Faltaban todavía algunas horas para el mediodía. Él y su compañero continuaron observándose hasta que alguno de los dos acabó por cerrar los ojos, y el otro le siguió.

Comments

david rojas said…
Y claro, pegarse él el tiro era injusto para con el jaguar, ¿o entendí cualquier cosa?
Franco Krí said…
Muy bueno!
Sin hacerlo hablar como en una fábula, el jaguar habló!

"tal como si hubiese sido ésta quien lo buscara y no al revés"
¡Cuánta poesía que jamás se diluye en la prosa!
Simud said…
David: realmente no entiendo tu comentario. Pero por ahí hay algo que no quedó claro en la historia. Voy a revisarla.

Franco: agradecido siempre por tus visitas y tus comentarios.

Es un gusto saber que cada tando se dan una vuelta por este rincón un tanto abandonado que tengo acá.
Franco Krí said…
Eso es verdad (lo del abandono).

¡Queremos actualización! y en mi caso particular de poesía, please.

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