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El modelo familiar en las sociedades disciplinarias y de control

Blas Bigatti y María Soledad Galván (*)


“Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa
era muy grande; si no daba la impresión de un departamento
de esos que se edifican ahora, apenas para moverse...”
                      Julio Cortázar, Casa Tomada

Partiendo de los enfoques de Foucault y Deleuze acerca de las sociedades disciplinarias y de control respectivamente, resulta interesante procurar analizar hasta qué punto las técnicas de control y vigilancia pueden traspasar los entornos públicos como las cárceles, los hospitales, las fábricas, en los cuales la economía de la mirada a la que refiere Foucault (1980) se da de modo más evidente. El ejemplo paradigmático de este modelo lo constituye el panóptico de Bentham, un modelo de vigilancia de enorme economía, ya que se compone de un único vigía a cargo de todos los individuos de un edificio. Al movernos por fuera de estos entornos públicos y adentrarnos en los entornos privados de la modernidad -la casa, el dormitorio-, la mirada vigilante pareciera hacerse inviable cuando no imposible. Sin embargo, cabría preguntarse si aún el espacio moderno más íntimo no se encuentra atravesado por una red de acciones y conductas que permiten sospechar un aparato de control y disciplina externo que guía e interfiere el accionar de cada individuo.

Procurando ir un paso más allá de la estructuración del espacio, a través de la cual es posible advertir cómo la disposición de las habitaciones en una casa puede reflejar políticas y prejuicios, es posible pensar la misma composición familiar como un elemento en sí disciplinador y de control de sus integrantes.

La familia nuclear moderna
“…entonces estabas completamente atado al negocio, y yo
apenas podía verte durante el día; por eso me causabas una
impresión tan profunda que nunca pudo convertirse en hábito.”
Franz Kafka, Carta al padre.

La modalidad familiar considerada característica de la industrialización es la familia nuclear, una estructura cerrada compuesta por padre, madre e hijos, que comienza a reproducirse con mayor fuerza hacia finales del siglo XVII, desarticulando la estructura de la familia extendida, que incluía a un número de integrantes mayor, unidos por distintos grados de parentesco, y que suele caracterizar a las sociedades avanzadas no industriales (Haeberle, 1981).

Es a través de esta familia nuclear que se elabora la percepción occidental de cómo debe ser una familia. Haeberle (1981) describe esta percepción como la de “un hombre y una mujer casados por amor, con dos o tres hijos, viviendo por su cuenta en un ‘hogar familiar’ y compartiendo el tiempo libre juntos. El hombre va a trabajar por las mañanas mientras la mujer se hace cargo de los hijos y de la casa. A su vez, ella prepara la cena a su exhausto marido y lo atiende cuando regresa por las noches. Una o dos veces al año, durante las festividades, se lleva a cabo un breve encuentro ceremonial con otros parientes; pero de otro modo, cada cual atiende a sus propios asuntos”.

En la sociedad moderna, cuando el obrero escapa de la mirada institucional, del capataz de la fábrica o del jefe de la oficina, lo recibe una nueva mirada, tan cargada de poder y de autoridad como las otras. Una esposa e hijos le recuerdan que tiene una responsabilidad contractual con su hogar, al cual debe suplir económicamente. Habiendo cumplido con su contrato laboral, con sus responsabilidades en la fábrica moderna o en la oficina, ahora es recibido por una nueva carga de responsabilidades, mayores aún que aquellas que poseía en la familia extendida, ya que la desarticulación familiar y el aislamiento social que implica la familia nuclear libera a sus miembros de cargar con la suerte de otros parientes a la vez que los deja a la deriva, solos y sin tener a quien responder en caso de necesidad. En este nuevo contexto, quien ha de responder es el padre, sobre cuyas espaldas recae todo el peso de la responsabilidad, una responsabilidad de la cual no puede evadirse, porque el compromiso con su familia es contractual, pero procura basarse en afectos.

La mirada de la esposa le recuerda, al mismo tiempo, un compromiso de fidelidad que podría también funcionar como espejo de aquél que le reclaman sus patrones. Fidelidad a su patrones que generosamente lo emplean y fidelidad a una mujer que recibe su manutención pero que también cuida y conforma el hogar que le servirá de refugio en sus momentos de descanso. Una fidelidad que implica a su vez un sometimiento. Ser fiel implica una autoimposición de límites. Resignar una variedad de experiencias o llanamente la libertad.

El obrero está encadenado a un trabajo, a su fábrica o a su oficina, de los que sólo se le permite evadirse por unas horas, para disfrutar de los suyos y regresar al día siguiente con ánimos renovados. Pero aún este disfrute familiar es relativo. Haeberle señala que la figura paterna en la familia nuclear es difusa y su rol social permanece poco claro para los suyos. Su imagen es la de un proveedor abstracto y la de una autoridad distante, cuyo rol como modelo adulto se ve limitado por su poca presencia en el hogar. Con todo, el hombre moderno no trabaja para él, sino para mantener una familia. Es la familia la que parece sujetar al hombre a su trabajo. Y éste constituye una familia porque desea vivir acompañado –por amor o por motivos diversos; tal vez para no sentir que la soledad en la que se está inmerso es inevitable.

En la fábrica, el obrero acata la autoridad, cumple con su tarea. En el hogar continúa acatando. No es libre de hacer lo que desea. El hogar le impone nuevos deberes que seguirá cumpliendo con mayor o menor agrado. Como en la fábrica, el hogar también le impone sus ritos y obligaciones. Las cenas en familia, las charlas de sobremesa, los domingos compartidos, las noches de cama, la disciplinación de los hijos y la búsqueda del respeto, la obediencia o el amor de su mujer. A cambio, como en la fábrica, obtiene su recompensa. Cariño, compañía, comprensión, consuelo.

Un estado de similar enajenación podría describirse si nos detuviéramos a pensar el espacio que ocupan la esposa y los hijos. Todos persiguen una conducta autorregulada a la vez que reciben una mirada controladora y disciplinaria coherente con la disciplina industrial. Esta mirada proviene de los otros miembros familiares, que funcionan como recordatorio de responsabilidades mutuas, a la vez que de la mirada social, del “qué dirán”, que condena y segrega a quienes se apartan del modelo considerado correcto.

En todos los casos, la mirada que coarta y sujeta al individuo permanece intacta. Vuelve a ser la mirada interiorizada de la que habla Foucault, “una mirada que vigile, y que cada uno, sintiéndola pesar sobre sí, termine por interiorizarla hasta el punto de vigilarse a sí mismo”. Es una mirada del todo económica. Es, también, una mirada que coacciona. Que obliga a actuar de una manera determinada; el sentido de responsabilidad impuesto en la escuela, aplicado en el trabajo y extendido al hogar[1]. Aunque uno deseara escapar -algo que raramente ocurre de modo definitivo- el sentido de responsabilidad por aquellos que quedan a cargo de uno económica y afectivamente es un disuasivo potente. Para la mujer y los hijos las restricciones son aún mayores; estos no tienen siquiera los medios para un hipotético escape.

Haeberle señala que ya a fines del siglo XIX, la visión de la familia burguesa nuclear había dejado de representar el santuario de la época victoriana para comenzar a ser asimilada con una prisión. Los críticos de esta estructura social van de Flaubert a Freud, pasando por Engels. Este malestar podría reflejarse en los medios de escape a los que tienen acceso únicamente los hombres: las cantinas, los encuentros nocturnos en los bares, en los burdeles, los sitios en donde el marido moderno exhausto de su fábrica y de su familia se abstrae definitivamente de todas sus responsabilidades y traiciona todos los valores a los que adhiere en sociedad y a la luz del día.

Pero la familia moderna perdura y rara vez se desmiembra si no es por el fallecimiento de alguno de los padres. Posiblemente, ninguno de sus integrantes se cuestionará jamás la conveniencia de una organización familiar semejante. Desde la infancia fueron percibiendo que el mundo se articulaba de un modo determinado y pronto lo hicieron propio; y en base a esto construyendo sus sueños de futuro. Reprodujeron acrítica e inconcientemente el modelo dentro del cual habían crecido, como si fuera una organización natural e inevitable. De tal forma que les resulta imposible, hasta intolerable, pensar que puede haber otro modo. Y si ven en alguien conductas y formas distintas, las rechazan y las censuran.

La familia nuclear moderna parece entonces actuar como un elemento de disciplinación y control funcional al sistema político-económico propio de la sociedad industrial. En muchas ocasiones la modernidad ha definido a la familia como una “institución”, caracterizándola metafóricamente como “la célula de la sociedad”. En esta definición parece encerrarse la idea de funcionalidad a un sistema que trasciende lo afectivo e ingresa en el terreno de lo económico y político. Como célula, la familia parece reproducir todas las funciones del “cuerpo” social, con sus obligaciones, sus responsabilidades, sus jerarquías, su sistema de autoridad y de control, su red simbólica, sus beneficios.

La familia en tránsito de la postmodernidad

“¿Dónde estás? ¡En serio! ¿Cómo está el tiempo? 
Estoy subiendo al tren, te llamo después”
John Berger, Diez apuntes sobre el lugar

Los cambios económicos y tecnológicos de la segunda parte del siglo XX han traído consigo cambios sociales afines que -aunque paulatinos y aún en proceso- han llevado a una reformulación de la noción de familia. El eclecticismo propio de la era postmoderna, su tendencia a la inclusión y su rechazo a las verdades absolutas se reflejan en el surgimiento de nuevos puntos de vistas y actitudes que hasta entonces habían permanecido aletargadas o disimuladas bajo las apariencias sociales aceptadas. Esta desestructuración en diversos ámbitos de lo humano conlleva la aceptación de una variedad de modelos familiares válidos, entre los cuales se cuentan los hogares monoparentales, los hijos divididos entre las familias de padres divorciados y los padres sustitutos. A su vez, diversos grupos minoritarios han comenzado a reclamar su lugar en la vida pública y familiar, siendo un ejemplo de esto la paulatina validación social de la familia compuesta por padres homosexuales; aunque el hecho histórico más significativo en lo que hace a la transformación del hogar moderno sea sin lugar a dudas la salida de la mujer del entorno doméstico y su entrada definitiva en el mundo laboral. 

El hombre deja el hogar para ir trabajar; la mujer hace lo propio; los hijos también dejan el hogar. Éstos últimos deambulan entre la escuela, el club, los institutos de educación no formal, las casas de los parientes o incluso las casas de los padres si es que están separados. La antigua familia nuclear se desmiembra, se expande, se reduce, se interconecta, muy a la manera de las estructuras intelectuales que promueven las nuevas tecnologías: libertad, horizontalidad, flexibilidad, fragmentación, interconexión.

Pero aún fragmentada, la familia no desaparece. En muchos casos podría decirse que se expande. Los elementos familiares se separan, se esparcen en el espacio, pero permanecen en contacto. Incluso la familia monoparental, lejos de acentuar su aislamiento, suele reestablecer los lazos que la familia moderna había perdido en buena parte con otros parientes cercanos (Haeberle, 1981). De modo que además de proponer una multiplicidad de modelos organizativos y de elementos constitutivos, la familia postmoderna multiplica a la vez sus espacios de actuación, abandonando el hogar único como centro de toda su actividad. Podría utilizarse la terminología de Deleuze para indicar que esta familia postmoderna está en “constante circulación”, es una familia en tránsito. Su ubicación ya no está determinada espacialmente por un punto concreto, sino por los elementos que funcionan como enlace y que mantienen en contacto a sus miembros a través de los múltiples espacios por los que transitan: los teléfonos celulares, las pantallas de computadora, los vehículos, y en algunos casos, los hijos mismos.

Así como la familia nuclear parecía funcionar como espejo de la fábrica moderna, la familia en tránsito parece configurarse como reflejo de la empresa postmoderna. Según Bauman (1999), la empresa de las sociedades actuales no pertenece ni a sus empleados ni a sus proveedores, ni siquiera a la comunidad que las aloja. Sus verdaderos dueños son los inversores. Los accionistas no están nunca sujetos al espacio, pueden comprar y vender acciones en la bolsa de cualquier país y la distancia geográfica de la empresa no determina sus decisiones. Esta movilidad, determinada por la dispersión espacial, desconecta al poder de sus obligaciones con los más débiles. Su desterritorialización es asimétrica con la territorialidad de la “vida en conjunto”, la cual el poder es libre de explotar, pero desentendiéndose de sus consecuencias.

Los padres postmodernos poseen una movilidad equivalente que les permite desconectarse entre ellos mismos a la vez que desconectarse de sus hijos, enviándolos a colegios de doble escolaridad, dejándolos al cuidado de sus abuelos o tíos, o bien, cargando sus agendas con diversas actividades. Esta nueva familia ayuda, al decir de la socióloga Susana Torrado (2004), a que cada uno de sus miembros se constituya como persona autónoma mediante un mayor control de sus destinos individual y familiar, favorecidos por condiciones objetivas tales como las nuevas tecnologías de la comunicación o incluso el desarrollo de las tecnologías anticonceptivas en el caso de la mujer. Así como la familia amplía los límites de su universo al dejar el hogar para entrar en el mercado laboral, el universo de los hijos también se amplía al dejar el hogar único y el barrio para deambular por distintos hogares y distintas instituciones que, junto con los medios de comunicación, funcionan como nuevos agentes de socialización, una socialización que antes recaía casi exclusivamente en el núcleo familiar.

Además de los distintos espacios autónomos por los cuales deambulan los miembros de esta familia en tránsito y fragmentada, existen otros espacios característicos de la postmodernidad donde los miembros familiares, aún en conjunto, también se disgregan. Un espacio paradigmático es el shopping. Más allá de los resabios de arquitectura panóptica moderna encarnada en las ubicuas cámaras de video de sus galerías y negocios, la disposición arquitectónica del shopping materializa, en cierta forma, un poder descentrado. En el shopping todo se encuentra en un mismo nivel, no hay centro ni jerarquía. El shopping conforma, a decir de Marc Augé (1991), un no-lugar, un lugar para no estar, para no ser. Aquí la familia se descentra, no se encuentra, no se piensa, no toma decisiones; sino que más bien se ve incitada a transitar, a reubicarse, aunque más no sea de acuerdo a parámetros fugaces. Al respecto, Bauman (1999) señala que “los centros comerciales están construidos de manera tal que mantengan a la gente en movimiento […] No la alientan a detenerse, mirarse, conversar, pensar, ponderar y debatir algo distinto de los objetos en exhibición, a pasar el tiempo en actividades desprovistas de valor comercial.”

En el shopping la familia postmoderna puede encontrarse con peloteros, salas de videojuegos, librerías, salones de belleza, artículos de ropa para el hombre, para la mujer, para los niños, y hasta negocios de comida rápida, cines, restaurantes, supermercados. En el shopping, como en la Web –el gran centro comercial del siglo XXI-, hay vidrieras para cada uno de los miembros de esta familia, con opciones aparentemente personalizadas para cada integrante. La familia se transforma aquí en una figura cifrada. Es un cuerpo colectivo que emite señales diversificadas, y los únicos rasgos identitarios parecen ser el número de la tarjeta de crédito o de la cuenta del banco, y donde a pesar de las diferencias características de cada uno de ellos, todos son consumidores. Conforman una empresa integrada por accionistas socialmente controlados a través del marketing.

Es en espacios paradigmáticos como el shopping o la Web, que unen a la vez que dispersan, donde parecen evidenciarse los mecanismos de control a los cuales responde ingenuamente la familia postmoderna. Bajo la apariencia de libertad e independencia de sus miembros –en gran medida ajenos a las restricciones y responsabilidades agobiantes de la familia moderna-, parecen esconderse sutiles atadura, no ya a una política de estado, sino a la política desregulada del marketing y el consumo. En la sociedad industrial, el sistema de control institucional funcional a la fábrica moderna era impartido a través de distintas políticas estatales –educativas, policiales, etc. En la sociedad postmoderna, este sistema de control escapa a la coyuntura gubernamental y es proporcionado a través de políticas de marketing empresarial. La verdadera libertad del individuo postmoderno es la libertad de elegir qué consumir; pero sólo puede consumirse aquello que los mercados ofrecen. Y la enorme flexibilidad de estos mercados no sólo condiciona el deseo generando necesidades ficticias, sino que permite incluso que todo nuevo deseo –por más genuino que fuese- pueda ser encauzado a través de la concepción de nuevos productos. En definitiva, el individuo postmoderno es libre de consumir todo aquello que desee, siempre y cuando consuma.

Todo es válido y posible, cada grupo social constituye un mercado con sus productos específicos. De lo que no se puede escapar es del acto de consumo. Y la familia postmoderna, en su variedad, en su flexibilidad y en su disgregación, enseña a sus miembros a conducirse en un mundo en el cual todos tienen lo que “necesitan” a partir de su incorporación en este mundo del consumo.

Lo propio ocurre en los espacios de “intimidad”, de encierro. Deleuze (1995) caracteriza a este nuevo encierro propio de la postmodernidad como una modulación, una suerte de moldeado autodeformante que cambia constantemente. Cada miembro familiar se “mueve” hacia el exterior sin moverse de su habitación, a través del celular, del teléfono, de la PC. Y todos lo hacen por caminos personalizados, en tiempos individuales, acentuando la disgregación aún desde lo más íntimo del hogar. El televisor hace también lo suyo, volviéndose un objeto cada vez más personal. Cuando no se multiplica en cantidad, se diversifica en programación, y cada miembro tiene sus horarios, sus programas, sus canales. El televisor podría verse incluso como un panóptico invertido (“sinóptico” para Bauman), en el cual el individuo ya no es vigilado, sino que mira y se somete a través su propia mirada a los designios del marketing que moldea su conducta tanto de consumo como intelectual y política.

En definitiva, los miembros de esta familia en tránsito de la postmodernidad no se encuentran menos enajenados que aquellos sufridos seres modernos. Las cargas se han alivianado, las ligaduras se han aflojado, las paredes se han corrido, pero la mirada que condiciona no ha desaparecido. De la mirada unidireccional que moldeaba la conducta para ajustarla a los requerimientos de la sociedad industrial se ha pasado a una mirada de dos fases, que devela conductas para ajustarse a los requerimientos de un mercado, y luego vuelve a moldearlas a través de los condicionamientos del marketing.

La estructuración familiar sigue siendo funcional, de un modo ingenuo y acrítico, a estos requerimientos propios de una política económica externa y aparentemente inasible. La familia ya no es necesaria para disciplinar sujetos, sino para ejercer control sobre estos e incluirlos en la sociedad de consumo. Si la familia moderna vivía en la ilusión de la naturalidad de su condición, la familia postmoderna vive en la ilusión de su libertad.
Referencias
•Augé, Marc (1991). “Los no-lugares”. Gedisa.
•Bauman, Zygmunt (1999). “La globalización. Consecuencias humanas.” Fondo de Cultura Económica, Bs As.
•Foucault, Michel (entrevistado) (1980) “El ojo del poder”, entrevista con Michel Foucault, en: Bentham, Jeremías. El panóptico. Ed. La Piqueta. Barcelona.
•Deleuze,Gilles (1995). “Conversaciones 1972-1990”. Pre-textos. Valencia.
•Haeberle, Erwin J. (1981). “Modern Family”, Cap 11: Marriage and the family, en: The sex Atlas, online en http://www2.hu-berlin.de/sexology/ATLAS_EN/index.html. Consultado el 24-5-06.
•Torrado, Susana (2004). “La ruptura del lazo social”, en Revista Ñ, N°26, 27 de marzo de 2004.
[1] Por su naturaleza cíclica, el orden de estos elementos parece ser indiferente. También podría pensárselo de otra forma, como un sentido de responsabilidad impuesto originalmente en el hogar y extendido a los otros ámbitos sociales.
(*) Acabo de reencontrarme con esta monografía escrita ya hace cinco años, durante los primeros meses de mi licenciatura, en colaboración con mi compañera María Soledad Galván. Fue, de toda aquella cursada, la producción que más disfruté. Tras ver que sigo adhiriendo a sus puntos fundamentales, me pareció que merecía ser incluida en esta espacio.

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