¿Puede un filósofo ignorar la filosofía? Alejandro Rozitchner es un tipo multifacético, la clase de personas que en general suelen desarrollar apreciaciones complejas y no reduccionistas de la realidad: filósofo, guionista, músico, columnista, orador motivacional y asesor político. Cuando alguien es capaz de transitar semejante espectro de actividades, uno esperaría encontrarse con un hombre de pensamiento amplio y de cierta hondura intelectual. No parece ser el caso. Y no es que yo parta de cuestionar sus afiliaciones políticas (milita en el PRO) o su lectura de la realidad argentina; siempre es posible apreciar la diferencia de ideas cuando esta es el producto del pensamiento reflexivo, informado y contrastado. Ya dijimos: no parece ser el caso. Al menos, así quedó en evidencia en el último programa de Código Político, cuando luego de barajar varias falsas dicotomías de sencilla refutación (y que pasaremos por alto), arribó al siguiente pasaje:
Lo que Rozitchner sugiere en este pasaje es que la realidad objetiva (el mundo) puede separarse del discurso (la interpretación del mundo). Uno se siente tentado de explicarle al filósofo que solo es posible seleccionar una entre varias formas de actuar sobre la realidad (de “hacer mundo”, como él dice), si antes se posee una descripción e interpretación de la realidad (un “discurso” sobre el mundo). En este contexto, "vaciar la política" significa que los políticos renuncien a interpretar la realidad en términos políticos y que entreguen la interpretación a otras voces, a otros intereses: el kirchnerismo suele referirse a los medios, a los empresarios y, principalmente, a los economistas. Entonces, el problema de que partidos como el PRO vacíen la política sería que trasladan la descripción de la realidad, y por lo tanto la acción sobre la misma, a aquellos que no piensan en distribución de poder y de derechos, o que poseen intereses sectoriales antes que nacionales.
Sí, uno se siente tentado de explicar lo evidente. Y sin embargo, la razón de este apunte no es explicativa. Lo que en realidad llamó mi atención es que un filósofo ignore que la separación entre realidad y discurso, aunque clara y evidente para el sentido común, ha sido largamente estudiada y desafiada por buena parte de la filosofía del último siglo. El problema, entiéndase, no es que Rozitchner no comulgue con esta visión (de muy difícil refutación, por cierto), sino que después de hacerse llamar ‘filósofo’, se anime a decir que llamó su atención que alguien entrelazara discurso y realidad en una valoración política, como si el kirchnerismo, en su ignorancia descomunal, estuviese proponiendo algo incompatible con la razón. Es cierto, con más de 2500 años a cuesta, la filosofía occidental es una materia descomunal, imposible de abarcar en su entera complejidad, aun para los pensadores más afilados. Pero una afirmación como la de Rozitchner parece indigna de un filósofo. Rozitchner actúa como si desconociera la filosofía crítica de los últimos cien años, o como si esta jamás hubiese existido. Estamos hablando de una línea, sinuosa por cierto, y cargada de tensiones y discontinuidades, donde uno podría ubicar a pequeños pensadores apellidados Nietzsche, Heidegger, Barthes, Lyotard, Foucault o Derrida.
Rozitchner olvida o pretende olvidarlos a todos ellos y a sus numerosos epígonos. El filósofo del PRO hace flaco favor a su partido cuando intenta rebatir a los pensadores kirchneristas ignorando el hondo sustrato teórico que los ampara. Una opción siempre más sana podría haber sido reconocer este sustrato pero mostrándose crítico del mismo. No digo que sea fácil:
Dicho así es ciertamente embarazoso, pero más digno.
Rozitchner prefiere ignorar lo que no debería ignorar e impostar sorpresa: “A mí me llamó la atención,” dice, “y después me quedé pensando…”
Su estrategia lo deja en un lugar nada cómodo. O Rozitchner evitó estudiar el capítulo dedicado al siglo XX para su licenciatura en filosofía, o decide intencionalmente ignorar aquella filosofía y hacer de cuenta que nunca existió. El problema es que si desconoce la filosofía del último siglo, debería evitar hacerse llamar filósofo. Y si realmente finge desconocimiento, entonces también se merece una reprimenda ética: nada más imaginen un filósofo que, ante la propuesta de una discusión en el terreno de la filosofía, prefiere responder con el sentido común porque esto es lo que llega con facilidad al corazón del televidente desinformado; un filósofo que rehúye la filosofía en beneficio de la persuasión.
Casi sin quererlo, acabamos por actualizar la tensión entre filosofía y sofismo, y Rozitchner opta solito por el segundo camino: ‘amor a la persuasión’ antes que ‘amor al saber’. Unos vacían la política, otros la filosofía. ¿Será así con todo lo que pase por sus manos?
“Me acuerdo de un momento en que un referente del gobierno kirchnerista dijo que el PRO estaba vaciando el discurso político. A mí me llamó la atención, y después me quedé pensando y vi que tenía razón, porque, por ejemplo, al PRO no le interesa hacer discurso político, lo que quiere es hacer mundo. Entonces, por supuesto que está vaciando el discurso político, porque no cree que las cosas sucedan al nivel del discurso.”
Lo que Rozitchner sugiere en este pasaje es que la realidad objetiva (el mundo) puede separarse del discurso (la interpretación del mundo). Uno se siente tentado de explicarle al filósofo que solo es posible seleccionar una entre varias formas de actuar sobre la realidad (de “hacer mundo”, como él dice), si antes se posee una descripción e interpretación de la realidad (un “discurso” sobre el mundo). En este contexto, "vaciar la política" significa que los políticos renuncien a interpretar la realidad en términos políticos y que entreguen la interpretación a otras voces, a otros intereses: el kirchnerismo suele referirse a los medios, a los empresarios y, principalmente, a los economistas. Entonces, el problema de que partidos como el PRO vacíen la política sería que trasladan la descripción de la realidad, y por lo tanto la acción sobre la misma, a aquellos que no piensan en distribución de poder y de derechos, o que poseen intereses sectoriales antes que nacionales.
Sí, uno se siente tentado de explicar lo evidente. Y sin embargo, la razón de este apunte no es explicativa. Lo que en realidad llamó mi atención es que un filósofo ignore que la separación entre realidad y discurso, aunque clara y evidente para el sentido común, ha sido largamente estudiada y desafiada por buena parte de la filosofía del último siglo. El problema, entiéndase, no es que Rozitchner no comulgue con esta visión (de muy difícil refutación, por cierto), sino que después de hacerse llamar ‘filósofo’, se anime a decir que llamó su atención que alguien entrelazara discurso y realidad en una valoración política, como si el kirchnerismo, en su ignorancia descomunal, estuviese proponiendo algo incompatible con la razón. Es cierto, con más de 2500 años a cuesta, la filosofía occidental es una materia descomunal, imposible de abarcar en su entera complejidad, aun para los pensadores más afilados. Pero una afirmación como la de Rozitchner parece indigna de un filósofo. Rozitchner actúa como si desconociera la filosofía crítica de los últimos cien años, o como si esta jamás hubiese existido. Estamos hablando de una línea, sinuosa por cierto, y cargada de tensiones y discontinuidades, donde uno podría ubicar a pequeños pensadores apellidados Nietzsche, Heidegger, Barthes, Lyotard, Foucault o Derrida.
Rozitchner olvida o pretende olvidarlos a todos ellos y a sus numerosos epígonos. El filósofo del PRO hace flaco favor a su partido cuando intenta rebatir a los pensadores kirchneristas ignorando el hondo sustrato teórico que los ampara. Una opción siempre más sana podría haber sido reconocer este sustrato pero mostrándose crítico del mismo. No digo que sea fácil:
“Me acuerdo de un momento en que un referente del gobierno kirchnerista dijo que el PRO estaba vaciando el discurso político. Evidentemente, el kirchnerismo sigue a buena parte de la filosofía del siglo XX al pensar que discurso, realidad y acción son inseparables. Yo creo que no, que es posible actuar sobre la realidad sin que medie ningún tipo de interpretación discursiva.”
Dicho así es ciertamente embarazoso, pero más digno.
Rozitchner prefiere ignorar lo que no debería ignorar e impostar sorpresa: “A mí me llamó la atención,” dice, “y después me quedé pensando…”
Su estrategia lo deja en un lugar nada cómodo. O Rozitchner evitó estudiar el capítulo dedicado al siglo XX para su licenciatura en filosofía, o decide intencionalmente ignorar aquella filosofía y hacer de cuenta que nunca existió. El problema es que si desconoce la filosofía del último siglo, debería evitar hacerse llamar filósofo. Y si realmente finge desconocimiento, entonces también se merece una reprimenda ética: nada más imaginen un filósofo que, ante la propuesta de una discusión en el terreno de la filosofía, prefiere responder con el sentido común porque esto es lo que llega con facilidad al corazón del televidente desinformado; un filósofo que rehúye la filosofía en beneficio de la persuasión.
Casi sin quererlo, acabamos por actualizar la tensión entre filosofía y sofismo, y Rozitchner opta solito por el segundo camino: ‘amor a la persuasión’ antes que ‘amor al saber’. Unos vacían la política, otros la filosofía. ¿Será así con todo lo que pase por sus manos?
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