Un día, ya hace unos cuantos años, la lectura de Saki, junto con una reseña a un tétrico cuento moral para niños, me inspiraron un conjunto de pequeñas historias tituladas Diez Castigos Ejemplares para Gente Horrorosa. Como todo lo que hago, la escritura de estas historias todavía avanza más que lentamente. Y sin embargo hoy acabo de completar un nuevo cuento. Así que, a modo de festejo, publico una de las historias de la colección:
CASTIGO EJEMPLAR Nº 2:
ACHAVAL PANTERA Y
Achaval Pantera fue siempre su desprolijo nombre. Yo lo vi por última vez una despabilada mañana de Agosto, en el bar del japonés. Jugábamos al tomate, que es uno de esos pasatiempos que implican un mazo de naipes y una botella de vino, y en el cual perder trae aparejada la condena a un fondo blanco del mencionado brebaje.
Achaval Pantera no había ganado en su vida ni una vuelta en calesita, era un perdedor nato, un paria descarriado sin querencia ni oficio que no fuera el alcohol de parra. Y sin embargo, ser vencido en el tomate era para él una extrema victoria, y así podía vérselo, desafortunado total, con el segundo tetrabrick recién entradito en la competencia y ya destinado a aceitarle hígado y páncreas al quía.
-Cosecha ‘98, mosto riojano, finca Las gracias, rebajado con etílico un 3%... Colorantes permitidos -aseveraba con cada trago.
A nadie asombraba la precisión del detalle; bien sabíamos que si Achaval tenía un don, ése era su paladar entrenado, capaz de discurrir con puntual exactitud los rasgos y minucias de cualquier vinito.
La compulsa de estómagos se extendió hasta el mediodía. Fue precisamente a lo largo de aquella mañana que alguien dejó escapar que acababan de habilitar una empacadora y exportadora de vinos en el terrenito frente a
Tras aquel día ya no lo volveríamos a ver, pero su destino, como las circunstancias de su tragedia, no nos serían desconocidas. El Pantera se presentó esa misma tarde ante los dueños de la embotelladora, poniendo a disposición de los mismos su eximia habilidad como catador. Dado que la incipiente empresa no contaba aún con un experto para tales artes, no se le negó al aspirante una prueba.
De más está apuntar que Achaval no los defraudó; con un solo sorbito podía precisar año de cosecha, tipo de uva, región de origen, gradación alcohólica y porcentaje de sulfatos y polifenoles, entre otros detalles menores.
-Lo mío es como la universidad -recuerdo que nos decía-, yo me cultivo...
-No, vos te regás -le retrucábamos.
El Pantera dejó así de frecuentar el bar. Se entregó con alma y vísceras al primer empleo de su vida; y si bien es cierto que las obligaciones propias del oficio le restaron tiempo para visitarnos, a nosotros tampoco nos dio por esperarlo. Aquellos que lo conocíamos entendíamos que sus pretéritas apariciones por el bar no habían sido sino una excusa para el convite y el garrón, puesto que el Pantera siempre anduvo tan seco de dineros, que de no contar con la amabilidad de nuestros pingüinos, hubiera sucumbido hacía tiempo a la deshidratación. Pero ahora tenía el vicio por demás garantizado como para requerir de nuestra simpática compañía.
La renovada existencia de Achaval no supo de vasos vacíos, hasta aquella tarde en que su patrón le dio de probar un nuevo tinto de factura nacional, pronto a ser lanzado en el mercado local.
-Color rojo rubí, aroma intenso, sobresaliente cuerpo, personalidad, redondez al paladar -sentenció ligeramente; luego fue más técnico:
-Uva mendocina, finca El Coquimbo, gradación alcohólica... 12%, ácidos orgánicos... 4%; 10% de sustancia desconocida.
Achaval se intrigó. Los directivos le señalaron que aquel 10% era el ingrediente secreto, pero se negaron a dar más detalles. Simplemente le obsequiaron una botella de regalo. Achaval se la bebió. Al día siguiente su salud era inestable, pero igual acudió al trabajo, y recomendó una variación en la gradación del ingrediente secreto. Se hicieron pruebas con un 10,4%, un 11%, y hasta un 12%. Achaval concluyó que la medida justa debía rondar el 11,2%. Los directivos quedaron conformes, y sorprendidos, y accedieron a revelarle el ingrediente secreto. Se trataba de agua.
Achaval Pantera temió lo peor. Volvió a casa apesadumbrado. A la mañana siguiente debió ser hospitalizado de urgencia. Pasó dos noches en terapia intensiva. Cuando recobró el conocimiento supo que tenía el hígado perforado, seguramente culpa de aquel líquido impuro que le había corroído y oxidado el vientre: el agua, la maldita agua. Achaval Pantera se vio obligado a abandonar su oficio, y la bebida, y nunca más se lo vio por el bar. Abrumado por la vergüenza seguramente, se negó a salir de su rancho. Nosotros tampoco volvimos para buscarlo. Achaval ya no era el hombre saludable y virtuoso de otros tiempos; para qué seguir maltratando entonces su orgullo ya bastante lesionado. Nada más supimos de él. Se dijo que los médicos le prescribieron eternamente suero, y, de tanto en tanto, pero sólo de tanto en tanto, granadina y soda.
Las reglas del tomate son harto simples. Para jugarlo no se requiere más que un mazo de cartas estilo español, un vaso, y una botella de vino. Los jugadores forman una ronda y se entrega un naipe a cada uno de ellos. El destinatario de la carta con número más bajo es declarado perdedor, y se lo sentencia a ingerir, a modo de prenda, una medida prefijada del líquido antes mencionado.
Sería inexacto admitir que el juego posee vencedores, sin embargo, se estima su final a partir del momento en que el número de los participantes ebrios supera al de los sobrios. (Bástenos señalar, a modo de reseña, que el origen de este anciano pasatiempo se remonta a los primeros años del período colonial, y algunos historiadores aventuran que fue traído en los barcos de esclavos provenientes del África, con destino a las costas del Plata. Esta teoría suele refutarse con razón, aludiendo a que los negros no conocían la baraja española, ni los vasos, ni el vino.)
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Grosso.