Tenía 17 años cuando tomé la decisión de escribir con asiduidad. De aquella época guardo en mi computadora una carpeta titulada Primera etapa, con un puñado de cuentos escritos entre 1993 y 1995, y que desde el 2000 a esta parte tenía prácticamente olvidados. Durante años, estos cuentos me avergonzaban por su ingenuidad; cuando los escribí, sin embargo, era otra persona y ya no los siento propios. Esto me permitió volver a ellos con menos prejuicios, y hoy creo que se merecen un mejor final que morir arrumbados en un disco rígido ya bastante repleto de cosas olvidadas. Así que decidí revisar toda esta serie -y disimular sus más claras imperfecciones- para publicarla en este blog. Se trata de unos diez cuentos vagamente entrelazados, y mi intención es publicar uno nuevo cada dos semanas, sin ningún orden definido. El primero es el que da nombre a la serie, que había llamado Cuentos de un perro triste. De modo que empecemos:
Nadie se había puesto de acuerdo en un nombre, pero todos lo llamaban igual. El perro triste le decían. Antes que la fatalidad lo adoptara con aquel nombre sin embargo, había sido una criatura afortunada y feliz; es lo que se cuenta al menos. Solía vérselo por las mañanas en compañía de su joven dueño, velando sus pasos hasta la estación del ferrocarril donde el joven abordaba el tren a la capital. (Dicen que hacía su residencia en un viejo hospital del centro; otros hablan de una mujer, y un amor condenado al fracaso.) Allí se apartaban sus destinos cada mañana, al pie de las escalinatas del andén, y allí volvía a aguardarlo el animal por las tardes, a la hora del regreso.
Una tarde el joven no volvió (aquí las diferentes historias también se confunden; unos hablan de una deficiencia cardíaca, otros de un suicidio a despecho); ya no volvería. El perro triste sin embargo no se resignó a aquel trágico desencuentro, él jamás supo nada. Su primitiva conciencia animal le negó comprender lo ineludible de aquella ausencia. De modo que siguió frecuentando las frías calles de tierra acartonada hasta la estación, deteniéndose amargamente ante las escalinatas con puntualidad, tarde tras tarde. Pasaron varios años. Dicen que así envejeció su sonrisa, sus ojos se volvieron húmedos y oscuros, y su carne enferma. Así lo conocí yo, cuando niña, una de esas tardes en que él deambulaba todo mojado por entre los pasos de la gente, cerca del puesto de caramelos que mamá siempre tuvo en la plaza de Moreno. No tardamos en volvernos compinches. Yo lo hacía correr detrás de una pelota de goma y lo regañaba cuando le ladraba a algún hombre. Él me abandonaba cada vez que un nuevo tren se detenía en el andén y se quedaba husmeando con nostalgia entre las piernas de cientos de viajeros desconocidos. Cuando volvía conmigo entonces ya no jugaba; se enredaba entre mis piernas para que lo acariciara o lo despulgara, y cerraba sus ojazos tristes y daba la impresión de dormirse. Pero pronto recordaba la pelota de goma y se ponía de pie para corretear una vez más.
Como pasa con todo, yo también fui creciendo, y entre idas y vuelta acabé instalándome en el barrio de Floresta. Ahora apenas si nos vemos, cada tanto, en el puesto de caramelos, pero sólo cada tanto. Nadie sabe si todavía echa de menos a aquel joven, o si es su terco instinto animal, pero nunca ha dejado de aguardar la llegada del tren. Esta es la historia del perro triste. De allí su nombre, aunque no sé, tal vez ahora sea a mí a quien espera; yo también soy un poco culpable, yo también le he dejado.
EL PERRO TRISTE
Nadie se había puesto de acuerdo en un nombre, pero todos lo llamaban igual. El perro triste le decían. Antes que la fatalidad lo adoptara con aquel nombre sin embargo, había sido una criatura afortunada y feliz; es lo que se cuenta al menos. Solía vérselo por las mañanas en compañía de su joven dueño, velando sus pasos hasta la estación del ferrocarril donde el joven abordaba el tren a la capital. (Dicen que hacía su residencia en un viejo hospital del centro; otros hablan de una mujer, y un amor condenado al fracaso.) Allí se apartaban sus destinos cada mañana, al pie de las escalinatas del andén, y allí volvía a aguardarlo el animal por las tardes, a la hora del regreso.
Una tarde el joven no volvió (aquí las diferentes historias también se confunden; unos hablan de una deficiencia cardíaca, otros de un suicidio a despecho); ya no volvería. El perro triste sin embargo no se resignó a aquel trágico desencuentro, él jamás supo nada. Su primitiva conciencia animal le negó comprender lo ineludible de aquella ausencia. De modo que siguió frecuentando las frías calles de tierra acartonada hasta la estación, deteniéndose amargamente ante las escalinatas con puntualidad, tarde tras tarde. Pasaron varios años. Dicen que así envejeció su sonrisa, sus ojos se volvieron húmedos y oscuros, y su carne enferma. Así lo conocí yo, cuando niña, una de esas tardes en que él deambulaba todo mojado por entre los pasos de la gente, cerca del puesto de caramelos que mamá siempre tuvo en la plaza de Moreno. No tardamos en volvernos compinches. Yo lo hacía correr detrás de una pelota de goma y lo regañaba cuando le ladraba a algún hombre. Él me abandonaba cada vez que un nuevo tren se detenía en el andén y se quedaba husmeando con nostalgia entre las piernas de cientos de viajeros desconocidos. Cuando volvía conmigo entonces ya no jugaba; se enredaba entre mis piernas para que lo acariciara o lo despulgara, y cerraba sus ojazos tristes y daba la impresión de dormirse. Pero pronto recordaba la pelota de goma y se ponía de pie para corretear una vez más.
Como pasa con todo, yo también fui creciendo, y entre idas y vuelta acabé instalándome en el barrio de Floresta. Ahora apenas si nos vemos, cada tanto, en el puesto de caramelos, pero sólo cada tanto. Nadie sabe si todavía echa de menos a aquel joven, o si es su terco instinto animal, pero nunca ha dejado de aguardar la llegada del tren. Esta es la historia del perro triste. De allí su nombre, aunque no sé, tal vez ahora sea a mí a quien espera; yo también soy un poco culpable, yo también le he dejado.
Comments
Te quejas de que tengo un blog perdido, pero vos perdes tus mejores cuentos en el rígido, es injusto.