Nada mal. La selección argentina lleva un buen tiempo dejando en claro que ha logrado desentrañar ya el gran arcano futbolístico. Cuenta, entre sus sacerdotes, a algunos de los más destacados hermeneutas del gol. Messi, Higuaín, Agüero, Di María... no sólo componen una de las delanteras más envidiables del planeta (y con seguridad la más cara), sino que garantizan la tranquilidad necesaria para que la labor técnica sea dirigida hacia aspectos del juego más ontológicos y menos coyunturales. La pregunta que aún parecía irresuelta, y que justamente comienza a articular una respuesta, es si tras destrabar las barreras del gol Argentina podía acompañar su juego con mejor fútbol (o, en términos académicos: jugando lindo).
La sabiduría popular admite que son las intenciones lo que cuenta, y es cierto que por algo hay que empezar. Argentina ya deja entrever la dirección de sus intenciones futbolísticas. Los últimos dos encuentros del seleccionado no dejaron dudas de una novedosa pulsión que subyace a su juego. El equipo de Sabella no acaba de encontrar su identidad, es verdad, pero frente a Alemania y a Paraguay ha comenzado a entregar momentos lúcidos de esta nueva voluntad de juego que tiende al dominio del balón, al traslado de la pelota a lo largo de todo el campo de juego, a la lenta elaboración, a la apertura de espacios sin reparos en jugar hacia atrás, y a la serenidad frente al área.
No se trata aún de un discurso irrenunciable. Por el momento, se presenta como una voluntad subyacente; diluida a veces, inacabada otras, pero constante; una voluntad de juego que jamás podría ser hija natural del impulso defensivo u ofensivo de sus jugadores, y que sin dudas responde a requerimientos del técnico. Bien por Sabella. La gracia de todo el asunto, la consecuencia nada desestimable de esta nueva voluntad discursiva es la aparición intermitente de bellos momentos de juego, el despliegue cada vez más frecuente de un verdadero espectáculo futbolístico. Lo que no es poco. Todo lo contrario: es muchísimo.
Mientras la hinchada albiceleste desempolva las estampas de San Maradona y las coloca junto al beato Leonel para que les otorguen la gracia de una nueva copa del mundo, yo me cuento entre los que se conforman con disfrutar de una Argentina que, refutando su historia reciente, se esfuerza por acompañar sus goles con bellos momentos de fútbol.
La sabiduría popular admite que son las intenciones lo que cuenta, y es cierto que por algo hay que empezar. Argentina ya deja entrever la dirección de sus intenciones futbolísticas. Los últimos dos encuentros del seleccionado no dejaron dudas de una novedosa pulsión que subyace a su juego. El equipo de Sabella no acaba de encontrar su identidad, es verdad, pero frente a Alemania y a Paraguay ha comenzado a entregar momentos lúcidos de esta nueva voluntad de juego que tiende al dominio del balón, al traslado de la pelota a lo largo de todo el campo de juego, a la lenta elaboración, a la apertura de espacios sin reparos en jugar hacia atrás, y a la serenidad frente al área.
No se trata aún de un discurso irrenunciable. Por el momento, se presenta como una voluntad subyacente; diluida a veces, inacabada otras, pero constante; una voluntad de juego que jamás podría ser hija natural del impulso defensivo u ofensivo de sus jugadores, y que sin dudas responde a requerimientos del técnico. Bien por Sabella. La gracia de todo el asunto, la consecuencia nada desestimable de esta nueva voluntad discursiva es la aparición intermitente de bellos momentos de juego, el despliegue cada vez más frecuente de un verdadero espectáculo futbolístico. Lo que no es poco. Todo lo contrario: es muchísimo.
Mientras la hinchada albiceleste desempolva las estampas de San Maradona y las coloca junto al beato Leonel para que les otorguen la gracia de una nueva copa del mundo, yo me cuento entre los que se conforman con disfrutar de una Argentina que, refutando su historia reciente, se esfuerza por acompañar sus goles con bellos momentos de fútbol.
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