(...) Empezaron a surgir salas de concierto en Londres, Viena, París y otros lugares. Con ellas llegaron la taquilla y el empresario, la persona que financiaba la producción y luego vendía entradas a consumidores de cultura.
Naturalmente, cuantas más entradas pudiera vender, tanto más dinero podría ganar. Fueron añadiéndose más butacas. Pero, a su vez, unas salas de concierto más grandes requerían sonidos más fuertes, música que pudiera oírse con claridad incluso desde la última fila. El resultado fue un cambio desde la música de cámara a formas sinfónicas. [...]
La orquesta reflejaba incluso, en su estructura interna, ciertas características de la fábrica. Al principio, la orquesta sinfónica carecía de director, o la dirección era desempeñada sucesivamente por diversos intérpretes. Más tarde, los intérpretes, exactamente igual que los trabajadores de una fábrica o de una oficina burocrática, fueron divididos en departamentos (secciones instrumentales), cada uno de los cuales contribuía al resultado final (la música), cada uno de ellos coordinado desde arriba por un gerente (el director) o incluso, finalmente, un subjefe situado en un punto más bajo de la jerarquía de mando (el primer violinista o el jefe de sección). La institución vendía su producto a un mercado masivo y, más tarde, añadió discos fonográficos a su rendimiento. Había nacido la fábrica de música.
Toffler, Alvin (1981) La Terecera Ola.
Comments