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Yo quiero ver esto / Yo quiero jugar a esto: memorias de un recién iniciado en esto del fútbol

Discúlpeseme la intromisión en un terreno que no me pertenece. No soy más que un neófito en esto del fútbol. Terreno, si los hay, en el que no faltan los expertos ni los que claman serlo. Lo mío es tan reciente que aún no me quito los pañales por miedo a mandarme alguna cagada. Pero no por nuevo habré de dejar de intentar algunos balbuceos. Y hoy siento que es menester que diga lo que siento, con el respeto –faltaba más- que me merecen los futboleros de viejo cuño. El fútbol ha sido para mí, durante buena parte de mi existencia (una existencia que comienza a trazar ya, sin remedio, su curva descendente) poco más que aquella definición borgeana que lo asumía como una mera corrida de multitudes tras una infame pelota. Hubo, en su momento –algunos años atrás- un atisbo de comprensión que me alejó de aquel retrato básico y desacertado. Por aquel entonces supe intuir que el afamado balompié se regía por esquemas de juego, estructuras posicionales y relaciones dinámicas. Esta tenue luz de discernimiento no alcanzó a capturar mi interés. Los esquemas, las estructuras y las relaciones que veía (tal vez viciadas por mi profunda ignorancia táctica) continuaban resultándome anodinas. Existían, para mi limitado saber futbolero, equipos defensivos o equipos ofensivos, equipos más efectivos o menos efectivos, y jugadores con un grado mayor o menor de creatividad escénica (no es difícil, aún hoy, comprobar que en esto consiste el fútbol para gran cantidad de aficionados). Pero por sobre todo, existía el gol. Esa perla mágica y esquiva que parecía justificar cualquier encuentro o condenarlo al fracaso. La tiranía del gol, la dependencia sustancial en su gracia raramente otorgada hizo siempre del fútbol (para mí, largo apóstata) un evento desdichado. Porque el fútbol no era entonces más que atender a la reiteración de una ceremonia de espera. Y lo que se esperaba era el gol. La táctica y la estrategia podían ser efectivas o no, pero el gol era la bendición buscada, otorgada o retirada. Los teóricos del fútbol argentino (por quienes poco me interesaba entonces) dividían el mundo entre menotistas y bilardista, entre el despliegue visual y el oportunismo consagrador. A mí, ni uno ni otro lograba convencerme. Oí hablar de la belleza del fútbol más de una vez. Y supe buscarla en la gambeta de Maradona, en los disparos monocromos pero letales de Batistuta. Pero pronto noté que estas bellezas dependían de la destreza individual o estaban acordonadas al gol. Sin genio y sin gol, el fútbol seguía negándome su don.

Siempre supe, siempre oí hablar de aquellos grandes equipos, aquellos equipos de oro que habría que volver a ver y a estudiar. Pero no podía concebir el deporte como una mera colección de obras maestras. Si el día a día, si el domingo a domingo no podía brindarme un mínimo de la beldad de los clásicos, entonces algo no debía estar bien en el fútbol. Yo al menos, hubiese abandonado largo tiempo atrás el cine o la literatura, si estos dependieran únicamente de la aparición de una obra genial cada diez años. Así atribulaba mi mente, limitada y exigente, cada vez que de fútbol se trataba.

No busco la comprensión del futbolero, no, imposible que el hombre de razón o pasión futbolera pueda avalar mis palabras. Vuelvo a reiterarlo: son, antes que nada, las palabras de un apóstata. Aunque bien vale aclarar a esta altura: un apóstata tornado en creyente. Es que siempre hubo momentos luminosos –también- en el poco fútbol que veía. Momentos que me permitían intuir que algo más se escondía tras el velo de la monotonía habitual y de la tiranía del gol. Hubo siempre dos certezas que me acompañaron como hincha (un hincha más bien desinflado, como ya habrán notado): la primera, es la seguridad de que el fútbol no estaba en el gol, sino en el pase. Quienes han tenido la prodigiosa oportunidad de seguir algún partido de fútbol a mi lado, habrán notado que mi elogio acompañaba todos los momentos en que un equipo se proponía tocar, jugar, hacer transitar el balón. Este accionar tan elemental, que seguramente ha de constituir la molécula primera del ADN del fútbol, es sin embargo una rareza, o un lujo, que sólo los equipos que se saben victoriosos suelen desplegar. Prueba de esto es el hondo ‘Ole’ que suele despertar en la multitud. La segunda certeza es que la tiranía del gol desaparecería cuando los goles dejaran de ser oportunidades únicas. Siempre me asombró cuánto se disfruta un partido de potrero, donde los goles marchan con fritas, y cuánto de este disfrute se escatima en el ámbito profesional, donde el horror obsesivo y paranoico al gol rival contiene el despliegue de fútbol y en más de una oportunidad determina una parquedad de juego tan corriente que ya pasa por natural e inevitable.

Mi relación con el fútbol, ya he confesado, cambió. La primera llave, la llave que reabrió mi interés, fue la del experto (un amigo de deliciosa claridad explicativa) que me permitió ver, de una vez y para siempre, que detrás de los esquemas y las estructuras y las relaciones había un sistema más dinámico y complejo de lo que jamás podría haber supuesto (¡ah, complejidad, largamente añorada!). Una complejidad que es el producto de conocer y reconocer sistemas de juego, estrategias tácticas, desempeños individuales. Lo obvio para el erudito, seguro, pero que a mí se me había escapado. Sí, el futbolero viejo volverá a fruncir el ceño, incrédulo; pero la ignorancia es el estadio original, y no se le puede pedir al lego que vea lo que no sabe ver. Un buen día, entonces (un par de meses atrás, en realidad), comencé a ver el fútbol como un sistema complejo de relaciones, que era capaz de anticipar, de racionalizar, de analizar. Durante algunas semanas hallé en esta complejidad un mediano aliciente para abordar por primera vez en mi vida una faena de aficionado. Comencé a seguir a un equipo, vi algunos encuentros internacionales, leí, continué mi aprendizaje… Después de las primeras semanas, algo en mí se mostraba aún disconforme. El fútbol continuaba siendo la tiranía del gol, el fútbol seguía escatimando el pase, el toque. Entonces llegó la revelación, la llave que destrabó todos mis reparos. ¡Búrlense futboleros, mófense de mi ignorancia descomunal y de mi asombro de principiante! ¡Suelten su sardónica y cruel risotada! No, no había visto jugar al Barcelona aún. No, no y no.

Aguardo unos segundos, a que se aplaquen las risas. Entonces retomo mi plática. No puedo saber qué es lo que otros apreciarán en este equipo, pero yo encontré aquel juego anhelado: el despliegue visual que no depende de la gambeta (no únicamente, claro), sino del toque, el ADN del fútbol, y el sometimiento del gol a un plano secundario. Encontré un equipo que realmente juega al fútbol (con la implicancia original y primigenia de estas palabras), donde cada uno de sus once jugadores se compromete a tocar, a hacer transitar el balón, y donde el gol no es un acontecimiento mágico y único, sino la lógica y regular consecuencia de abrumar el campo rival. Para el Barcelona el gol no llega con cuentagotas, en momentos de fortuna o iluminación. El gol simplemente llega, natural, inevitable, porque no puede ser de otro modo cuando se ejerce la presión constante sobre el área del oponente. Por esto mismo, el Barcelona no se horroriza ante el gol rival. Hoy vi un equipo que ha sabido exorcizar el fantasma del gol ajeno a fuerza de goles propios. De otro modo no es posible explicar su arriesgado sistema defensivo. He aquí el fútbol que siempre he querido ver, y que se me había negado. Un fútbol donde el ‘Ole’ está de más, porque no hay hinchada que pueda aguantar noventa minutos del mismo canto. Un fútbol donde el gol no es rey, sino parlamento. Hoy, en el partido del Barcelona ante el Santos, lo he encontrado. Parece mentira haber esperado tanto. Yo quiero ver esto, si es que voy a seguir viendo fútbol por el resto de mi vida. Pero un hincha puede quedarse muy solo si no ve a los jugadores dispuestos a jugar el mismo juego. Por eso que me sorprendió el desconsolado rostro de Neymar, el talentosísimo delantero brasilero, después de la apabullante derrota. No sé si lo habrán notado, pero en sus ojos se leía claramente: “Yo también quiero jugar a esto.” Tal vez el Barcelona esté sembrando una semilla que me permita seguir viendo fútbol por un buen y largo rato. 

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