Podría decirse que vivir en pareja es una forma de compartir soledades. Esta certeza algo existencialista no exime a la vida compartida de sus bellezas, entre ellas, la sospecha de que es el único modo de llegar a conocer y comprender de verdad a alguien que no somos nosotros (suponiendo que algo así como comprendernos a nosotros mismos sea posible). Es cierto que no suelo escribir sobre temas personales, pero hoy que se cumplen doce años de haber firmado un contrato matrimonial a la antigua (es decir, sin cláusula de división de bienes), se me ha dado por reflexionar sobre el tema. Seguramente no me cuento entre las personas que se entusiasman con estas cosas, pero es una costumbre en nuestra cultura valorar y conmemorar aniversarios. Y puestos a esto, no pude evitar recordar que en cuatro meses se cumplirán veinte años desde que conocí a Flavia, y veinte años son una cantidad tal que sí ameritan un poco de atención. Admito que suena desafectado, y seguramente lo es; pero es mi costumbre no afectar innecesariamente las cosas. Prefiero dejar los afectos para la convivencia (donde sobran), y para el arte (cuando sale). Hoy, a modo de recordatorio, le obsequié a Flavia una página en tono poético que había dibujado en nuestras últimas vacaciones. Compartir esa página era la excusa de esta entrada, pero no es sino ahora mismo, mientras escribo, que tomo conciencia de que esta página no hace otra cosa que honrar las soledades compartidas con las que comencé esta nota. Magnífica coincidencia. Lo suficientemente mágica como para conmemorar estos 20 años de soledad. Una soledad a medias. O, mejor dicho, a cuartos: después de todo, es sabido que cuando la gente se siente sola, se mete en la cama… y se multiplica.
T enía 17 años cuando tomé la decisión de escribir con asiduidad. De aquella época guardo en mi computadora una carpeta titulada Primera etapa , con un puñado de cuentos escritos entre 1993 y 1995, y que desde el 2000 a esta parte tenía prácticamente olvidados. Durante años, estos cuentos me avergonzaban por su ingenuidad; cuando los escribí, sin embargo, era otra persona y ya no los siento propios. Esto me permitió volver a ellos con menos prejuicios, y hoy creo que se merecen un mejor final que morir arrumbados en un disco rígido ya bastante repleto de cosas olvidadas. Así que decidí revisar toda esta serie -y disimular sus más claras imperfecciones- para publicarla en este blog. Se trata de unos diez cuentos vagamente entrelazados, y mi intención es publicar uno nuevo cada dos semanas, sin ningún orden definido. El primero es el que da nombre a la serie, que había llamado Cuentos de un perro triste. De modo que empecemos: EL PERRO TRISTE Nadie se había puesto de acuerdo en un nombre...
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