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Bolivia, una Latinoamérica arquetípica

"Escribimos en situación de guerra", nos alertaba Carlos Cullen a comienzo de los '70, en sus primeros aportes para una filosofía de la liberación. La ecuación de entonces estaba tan clara como la del presente: Latinoamérica estaba y continúa estando en disputa. Una disputa honda como las raíces de su historia. Una disputa que no puede reducirse a la tensión entre proyectos económicos antagónicos (liberalismo vs. socialismo/progresismo). La disputa, como supo ver Cullen cinco décadas atrás, es entre proyectos culturales; o, en sus términos, entre proyectos de Nación. Bolivia es hoy la trinchera más nítida para este enfrentamiento. En ningún otro sitio y en ningún otro tiempo histórico vimos a estos dos proyectos latinoamericanos en su forma más arquetípica: por un lado, el proyecto liberal extranjerizador, neocolonial, conducido por castas oligárquicas aliadas con fuerzas extranjeras, apoyadas por la jerarquía eclesiástica y por una clase media occidentalizada intelectual y estilísticamente; por el otro, un proyecto de Estado plurinacional de raíces indígenas, anti-imperialista, conducido por un indio con pasado sindical y estudios incompletos, apoyado por barriadas populares, sindicatos y comunidades campesinas.

Nunca antes se vio con tal claridad que la guerra no era económica. Como supo notar Cullen, se trata de una "guerra integral" de los pueblos por su "ser-nacional". Si la economía reaparece una y otra vez en los debates políticos de la región es porque la usual confusión entre capitalismo e imperialismo es funcional al frente liberal. Eso siempre estuvo claro en Bolivia. Aunque se digan anticapitalistas, ni Evo ni su vice García Linera renegaron del capitalismo en los 14 años de su Proceso de Cambio. Y ante el golpe consumado, aunque Evo renunciara declarando que "el capitalismo no es la solución para la humanidad", guardaría su mayor dureza para el imperialismo, al que acusó de ser "el peor enemigo" de la humanidad.

El debate económico importa al frente liberal imperialista porque es su elemento legitimador. El liberalismo no se legitima en la práctica, sino a través de sus promesas. Y es a través de promesas (la promesa de "ser como los otros", de "ser como los países desarrollados") que se moldean las conciencias y las expectativas, que se da forma al sentido común según principios de racionalidad occidental-europeos. El liberalismo promete "civilización" frente al primitivismo barbárico de los sectores populares (que en Bolivia son encarnados por el indigenismo, pero que en cada territorio del continente suponen un conglomerado social específico); el liberalismo promete desarrollo económico y un bienestar basado en el consumo frente al "buen vivir" modesto y humilde de los sectores populares; el liberalismo promete una unidad cultural y de sentir ordenadora frente al caos de la pluralidad que divide a la Nación en muchas naciones, y que divide el interés común en múltiples intereses sectoriales. En la disputa por el continente, entonces, la economía es un arma de sentido, la articuladora semántica de una conciencia eternamente subsumida y colonial. Pero es también un rey desnudo. Si hay un proceso reciente que se encargó de desmentir la narrativa liberal, este fue el Proceso de Cambio conducido por Evo Morales en Bolivia.

Mentía el liberalismo cuando prometía acceso a bienes mientras ostentaba índices de pobreza del 60% (que el Proceso de Cambio de Evo redujo a la mitad). Mentía el liberalismo cuando prometía un desarrollo económico sostenido que en la práctica se traducía en la expoliación de los recursos naturales del país y en la fuga de la riqueza. Debió llegar un primer presidente indígena para producir, en una década, un crecimiento económico equivalente al del siglo que lo precedió. Y mentía el liberalismo cuando prometía la unidad nacional al tiempo que expulsaba de sus márgenes a sectores completos de su población. Una expulsión en nada metafórica, hasta el punto de que no son pocos los que comparan la situación fáctica de los pueblos indígenas en la Bolivia pre-Evo con el apartheid sudafricano. Máxima Apaza, alfabetizadora aymara, contó alguna vez cómo las mujeres de pollera como ella no podían siquiera subir a los minbuses de la ciudad: "Queriendo subir a un minibus con mi bebé", cuenta, "me dijeron que esa movilidad no era para mí, que yo debería ir con mis burros a mi comunidad."

El Proceso de Cambio conducido por Evo logró reunir a esas dos Bolivias enfrentadas, pero sin reconciliarlas del todo. El símbolo de esta compleja unidad fue la doble enseña estatal: la bandera de la República convivió, sin terminar de integrarla, con la wiphala. La Bolivia de Evo incorporó a la vida política a una mayoría indígena y excluida. La wiphala, símbolo de esta incorporación, ingresó en los organismos del Estado del mismo modo que las mujeres de pollera, antes humilladas en los minibuses, ingresaban en la función pública y se convertían en alcaldesas, senadoras y ministras. Sin embargo, así como cada enseña estatal continuaba delimitando su propio campo social, las fronteras culturales entre ambas Bolivias nunca se borraron del todo. No por nada el más sentido gesto golpista consistió en quemar wiphalas y arrancarlas de los uniformes policiales.

El entramado de tensiones y contradicciones sobre el que se constituyó el Estado Plurinacional de Evo se opone al horizonte de pureza y homogeneidad cultural de los proyectos liberales de Nación. La Bolivia plurinacional asumió aquello que Cullen llamó "ambigüedad ambigua" (simplificadamente: la tensión entre el ser-colonial y la conciencia de lo propio que lucha por su ser). Para el filósofo latinoamericano, es en esta ambigüedad que reside la "verdad" de los pueblos.

Algunas de las lecturas críticas al Proceso de Cambio boliviano acusaron a Evo de manipular la cuestión racial y de incentivar las divisiones: "Ahora las personas de razas distintas se miran con sospecha", explica una empresaria norteamericana desde La Paz al New York Times. El "ahora" de su afirmación, sin embargo, presupone un "antes" utópico en el cual Bolivia habría estado unida en la hermandad interracial. Ese "antes" jamás existió. Lo que sí existió permanece ausente en su proposición: los siglos de opresión y de sojuzgamiento cultural, y una larga historia de resistencia simbólica y lucha política. Más acertada parece ser la conclusión a la que llega García Linera, intelectual blanco y vicepresidente de Bolivia:

"[El gobierno de Evo] dio lugar a que en una década el porcentaje de personas de la llamada 'clase media', medida en ingresos, haya pasado del 35% al 60%, la mayor parte proveniente de sectores populares, indígenas. Se trata de un proceso de democratización de los bienes sociales mediante la construcción de igualdad material pero que, inevitablemente, ha llevado a una rápida devaluación de los capitales económicos, educativos y políticos poseídos por las clases medias tradicionales. Si antes un apellido notable o el monopolio de los saberes legítimos, o el conjunto de vínculos parentales propios de las clases medias tradicionales, les permitía acceder a puestos en la administración pública, obtener créditos, licitaciones de obras o becas, hoy la cantidad de personas que pugnan por el mismo puesto u oportunidad no sólo se ha duplicado —reduciendo a la mitad las posibilidades de acceder a esos bienes— sino que, además, los “arribistas”, la nueva clase media de origen popular indígena, tiene un conjunto de nuevos capitales (idioma indígena, vínculos sindicales) de mayor valor y reconocimiento estatal para pugnar por los bienes públicos disponibles."

Para García Linera (quien se declara "traidor a su clase"), la inclusión política y cultural de la indianidad se tradujo en el desplome de uno de los caracteres fundantes de la sociedad colonial: "la etnicidad como capital". Sin las prerrogativas étnicas y culturales de las que derivaban su privilegios históricos, los sectores occidentalizados de Bolivia reactivaron la disputa cultural. A diferencia de las narrativas liberales dominantes a nivel regional, la orientación de las políticas económicas no estuvo entre los argumentos legitimadores del golpe. Se trató, sin más, de un golpe cultural. La quema de la wiphala tuvo como contrapartida la restauración de La Biblia como estandarte occidental y antiindígena. Las Sagradas Escrituras acompañaron a los cabecillas del golpe en su ingreso al palacio de gobierno, y fueron alzadas como símbolo de la Bolivia golpista y neocolonial por Jeanine Áñez (quien recibió su banda presidencial del mismo jefe militar que "sugirió" a Evo su renuncia). "[Dios] ha permitido que la Biblia vuelva a entrar al Palacio," sentenció la autoproclamada presidenta el día de su asunción.

Durante el golpe, la identidad cristiana fue aplicada de modo estratégico como elemento aglutinador del antiindigenismo, y como legitimador de la represión violenta que le siguió. La Conferencia Episcopal Boliviana no solo negó la ruptura institucional, sino que llamó a las fuerzas policiales y militares a hacer cumplir "con urgencia" la defensa "de la propiedad y de las personas" (en ese orden).

El fanatismo étnico-religioso que contaminó las calles bolivianas durante las semanas previas y posteriores al golpe resignifica la advertencia de Rita Segato sobre las estrategias imperialistas para el continente: "Hoy, la grieta que dividía iglesias evangélicas de la Iglesia Católica se ha desplazado a otro lugar, y marca otra división mucho más importante: la división entre sectores cristianos -católicos y evangélicos- del campo crítico... y sectores católicos y evangélicos fundamentalistas." La autora continúa: "Estos sectores fundamentalistas han importado las estrategias del faccionalismo religioso que destruyó el Medio Oriente, haciéndola ingresar en nuestra región del mundo. Yo creo que hay un plan para transformar América Latina en un Medio Oriente, y uno de los métodos es la guerra religiosa."

Para Segato, seguimos escribiendo en situación de guerra. Tal como lo hacía Cullen décadas atrás, la antropóloga también nos advierte que la guerra es cultural. Sus palabras, sin embargo, dan cuenta de la presencia de un tercer actor, aliado de los proyectos de Nación liberales. “No voy a tener ningún pudor en adherir a la teoría de la conspiración,” afirma provocativa. Hablar de imperialismo significa hablar de intereses transnacionales y de injerencia extranjera. Incluso estos elementos se han expresado con nitidez abrumadora en la arquetípica Bolivia: la CNN dio voz a los golpistas y minimizó los linchamientos públicos; la OEA levantó sospechas de fraude sobre un resultado electoral avalado por especialistas independientes tanto en EEUU como en Europa; el gobierno de Trump saludó el golpe e instruyó a sus aliados regionales para denegar ayuda a Evo y a sus ministros. Hoy sabemos que Luis Camacho había pedido asilo preventivo al consulado argentino temiendo el fracaso del golpe. También sabemos, por declaraciones de familiares de uno de los muertos durante el alzamiento golpista, que los bloqueos y los grupos de choque eran financiados por Mesa y por Camacho. El mismo Evo, al presentar su renuncia, denunció que su equipo de seguridad había recibido una oferta de 50 mil dólares para entregarlo. ¿Acaso es casualidad que una de las primeras medidas de la autoproclamada presidenta fuera entregar cinco millones de dólares a las Fuerzas Armadas que habían sellado el éxito del golpe? Hasta los audios recientemente filtrados entre Camacho y Pumari dejan en claro que no es otra cosa que el dinero norteamericano lo que lubrica la relación entre los distintos nodos golpistas (en la conversación, Pumari le exige a Camacho 250 mil dólares para sumarse a su proyecto electoral). El interés pecuniario como articulador de las relaciones políticas es también parte de la disputa cultural.

Evo hoy está en la Argentina, donde la histórica "guerra" cultural tiene otros actores, otros condimentos. Viene de pasar por México y Cuba, dos tierras donde los representantes locales del imperialismo han perdido (por el momento, y en grado distinto) el control del Estado. Con sus características particulares, la resistencia de los pueblos viene abriendo grietas de variada profundidad en Haití, Ecuador, Chile y Colombia. Venezuela, por su parte, continúa bajo amenaza. Las tensiones y las contradicciones siguen a flor de piel en Honduras, Nicaragua, Panamá, Perú y Brasil. Uruguay enfrenta un nuevo proceso político cuya dirección es todavía incierta. Bolivia permanece, próxima y tormentosa, como arquetipo de nuestro tiempo continental. Su devenir probablemente contenga, como ha sido el caso con su pasado y su presente, indicios para comprender y delinear nuestro propio futuro. Lo que se pone en juego allí es el grado de complejidad y ambigüedad que es capaz de soportar cualquier Estado inserto en la dinámica global occidentalista, liberal y homogeneizante. Lo que se pone en juego, en definitiva, es el tono de piel de la mano que diseñará el destino de los pueblos, y si acaso este destino no sea otro que la resignación a los moldes políticos y culturales importados desde los centros de gobernanza mundial. "La lucha", nos recuerda Cullen, "es la de un pueblo que en la inmediatez de su ser-nacional, se resiste a entrar en la Organización, es decir, a ser interpretado como totalidad desde lo extraño".

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