El pavor por las novedades tecnológicas suele tomar por igual tanto los corazones de aquellos que desconfían de los avances en general como de aquellos que simplemente se aferran con ahínco a lo tradicional y conocido. Todo cambio, se sabe, produce desconcierto. El último cambio que viene a incomodar a los viejos amantes del cine es la tercera dimensión: el cine 3D, que tan amablemente hemos re-descubierto en los últimos años, de la manos de la nunca bien ponderada (aunque, por costumbre, sobrevalorada) cinematografía infantil. Es decir, que cunden las películas tipo Disney en 3D. ¡Como si los chicos notaran la diferencia! Que no la notan, claro (tan poco tiempo tuvieron para aferrarse siquiera a lo tradicional y conocido).
En fin. El cine 3D llegó (nuevamente) y no tardó en recibir los aireados disparos de los cinéfilos más convencionales. Hay muchas cosas para cuestionarle, pero quienes defienden esta tecnología ven en los críticos a vetustos señores temerosos del cambio. Yo he disfrutado de la 3D, he notado el cambio, y sin embargo, no logro impresionarme. De modo que en el último año he pasado de observar con curiosidad y atención esta tecnología a cuestionarla. Aún se me puede acusar de vetusto, claro, pero quienes me conocen jamás podrán acusarme de ser una persona temerosa al cambio. La gran debilidad de la 3D, creo percibir, es que no representa ningún cambio. Es cierto, al adentrarnos en una sala 3D debemos calzarnos unos muy bonitos anteojos; también es cierto que somos capaces de identificar varios planos de profundidad en la imagen, con una calidad que la vieja 3D (la de los lentes rojos y azules) jamás podría haber soñado. Sin embargo, esta profundidad, que logra emocionarnos y sorprendernos durante los primeros cinco minutos, pronto abandona toda relevancia. La profundidad de la imagen no posee ningún efecto en absoluto sobre lo narrativo. No hay ninguna historia, ninguna situación que requiera de la 3D como condición para ser narrada. Los distintos planos de acción y posición que la 3D nos subraya, ya eran percibidos y reconstruidos en las imágenes 2D. Es decir, que más allá de la popularidad que ha ganado esta tecnología en los últimos años, lo cierto es que se trata de un cambio de poca trascendencia, que no es ni emocional ni narrativamente relevante. Podría no estar, y seguiríamos contando las mismas historias.
En fin. El cine 3D llegó (nuevamente) y no tardó en recibir los aireados disparos de los cinéfilos más convencionales. Hay muchas cosas para cuestionarle, pero quienes defienden esta tecnología ven en los críticos a vetustos señores temerosos del cambio. Yo he disfrutado de la 3D, he notado el cambio, y sin embargo, no logro impresionarme. De modo que en el último año he pasado de observar con curiosidad y atención esta tecnología a cuestionarla. Aún se me puede acusar de vetusto, claro, pero quienes me conocen jamás podrán acusarme de ser una persona temerosa al cambio. La gran debilidad de la 3D, creo percibir, es que no representa ningún cambio. Es cierto, al adentrarnos en una sala 3D debemos calzarnos unos muy bonitos anteojos; también es cierto que somos capaces de identificar varios planos de profundidad en la imagen, con una calidad que la vieja 3D (la de los lentes rojos y azules) jamás podría haber soñado. Sin embargo, esta profundidad, que logra emocionarnos y sorprendernos durante los primeros cinco minutos, pronto abandona toda relevancia. La profundidad de la imagen no posee ningún efecto en absoluto sobre lo narrativo. No hay ninguna historia, ninguna situación que requiera de la 3D como condición para ser narrada. Los distintos planos de acción y posición que la 3D nos subraya, ya eran percibidos y reconstruidos en las imágenes 2D. Es decir, que más allá de la popularidad que ha ganado esta tecnología en los últimos años, lo cierto es que se trata de un cambio de poca trascendencia, que no es ni emocional ni narrativamente relevante. Podría no estar, y seguiríamos contando las mismas historias.
Pero está, ¿no? ¿Por qué rechazarla entonces? El problema comienza con el costo. Por lo menos hoy (y probablemente durante los próximos diez años), la filmación en 3D es altamente costosa, algo que perjudica particularmente a los autores nuevos e independientes y a las cinematografías locales. Esto vuelve a la 3D, antes que nada, en un chiche holliwoodense. Asimismo, esta tecnología complejiza aún más las instancias de producción, lo que también va en detrimento del cine no comercial. En este sentido, la 3D se asemeja en mucho al sonido digital, con la diferencia de que son muy pocos los que se dieron cuenta que el viejo estéreo casi desapareció de las salas. Si se repartieran auriculares –como se reparten lentes-, entonces sería otra cosa; tendríamos colas de gente peleándose por ver películas con sonido digital. Pero la transición del sonido estéreo al digital pasó desapercibida para una mayoría. Y es que el sonido digital no alterara demasiado la experiencia de visualización. No, no lo hace. Lo cierto es que, tras las impresiones iniciales –que somos capaces de interpretar aquellos con años de experiencia de encierro en salas de cine-, ni el sonido digital ni la 3D se mantienen emocionalmente diferenciables una vez que uno ha sido absorbido por la película. Son detalles que se olvidan, a menos que los productores nos saquen abruptamente de esta absorción echando mano a secuencias sonoras que desconectan el espacio sonoro del espacio de la pantalla (los famosos helicópteros en la nuca) o a objetos arrojados a la cámara con el único propósito de recordar al espectador que no estamos ante una película común: “¡Esto es 3D!” nos gritan, para que nos demos cuenta; no vaya a ser que la narración nos lo haga olvidar.
Estamos aquí ante otro (y tal vez el más despreciable) de los males. Sabemos que tras la llegada de la 3D, tendremos mínimamente diez años de encuadres irreales y forzados intercalados cada diez minutos sin otra función que la de justificar ante el espectador el haber decidido ver una película 3D. Algo similar ha ocurrido en los períodos de inclusión de otras tecnologías cinematográficas. Con la llegada del sonido a fines de los años ‘20, no tardaron en aparecer películas mudas donde el sonido se colaba sin que la narración justificara su intromisión. Películas pensadas como obras mudas integrales eran prudentemente injertadas con una secuencia parlamentada que aseguraba la venta de algunos boletos más a aquellos espectadores que buscaban regocijarse en la novedad. Claro que no tardaron en encontrarse usos significativos para el sonido. Son recordados el grito en ‘M’ de Fritz Lang, o el portazo de un auto lujoso en ‘Luces de la Ciudad’, que llevara a Chaplin a admitir el triunfo de esta tecnología. Pero incluso la primera película sonora es claro ejemplo de lo relevante de este nuevo juguete: ‘El cantante de jazz’, claro está, es la historia de un cantante. Y se imaginan que no era nada fácil cantar durante el período mudo.
El sonido no tardó en asegurar su relevancia narrativa, y colaboró en alejar un poco más al cine de la narrativa literaria, dándole la estocada final a los tradicionales intertítulos con diálogos. Otro tanto ocurrió con el color. La aparición del cine en color imprimió un carácter tanto más realista como pictórico al séptimo arte. Y aunque el cine en blanco y negro no desapareció (el cine mudo, salvo experimentos puntuales, sí ha desaparecido), el cine en color se impuso como la mejor forma de representar la fantasía y la realidad. La función estética del color es incuestionable, pero lo es incluso su función narrativa. ‘El mago de Oz’ de Judy Garland es un claro ejemplo de esto. Pero el color es también un índice calificativo de difícil reemplazo. ¿Cómo seguir el “camino amarillo” en una versión en blanco y negro sin sentirse un poco defraudado? Del mismo modo, ‘El hombre del zapato rojo’ o ‘Una mujer al rojo vivo’ imponen el carácter calificativo y narrativo del color desde su propio título. Otros usos, más estilísticos pero con profundo peso emotivo y psicológico se suman a este potencial: el enfermizo barniz amarillento que destilan las imágenes de la perturbadora ‘Así es la vida’, de Ripstein, las monocromas tonalidades que impregnan y se imponen en la trilogía de Kieslowski, no son meros caprichos de la tecnología, sino decisiones de estilo que impactan en nuestra percepción de la historia. Como contraposición, la hilarante escena de ‘Tiempos modernos’ en que el vagabundo de Chaplin recoge una bandera caída de un camión y queda liderando una manifestación comunista sólo puede ser comprendida por aquellos que poseen el conocimiento cultural que les permite interpretarla como roja. El color le hubiera venido bien a Chaplin en aquella escena. El color es tan relevante para vida de criaturas esencialmente visuales como nosotros, que no podría dejar de serlo para el cine. No por nada hoy en día, incluso, filmar una película en blanco y negro representa una opción de color.
Pero me he alejado de nuestro punto de interés. Si me permití esta digresión es porque me parece pertinente poner a la 3D en el contexto de algunas de las tecnologías que han afectado la producción de películas, y así examinar su relevancia narrativa y su potencial de supervivencia. Personalmente, dudo que la 3D acabe por imponerse en su estado actual. Debemos reconocer que más allá de su impacto inicial, no presenta un cambio de alcance narrativo, por lo que público y autores podemos prescindir de ella. No existen historias donde la 3D pueda marcar una diferencia narrativa, ni siquiera estética. El corto ‘Día y Noche’, que antecedió a las proyecciones de ‘Toy Story 3’, parecía insinuar un uso estético de esta tecnología. Sin embargo, revisionado en 2D, este hermoso cortometraje se disfruta lo mismo, tanto a nivel visual como narrativo. Lo único que desaparece es el efecto de ‘shock’ inicial que produce la contraposición de dos planos visuales tan extremos. Pero es que la 3D no es más que eso, un shock, un efecto que es pronto diluido por la narración y el acostumbramiento visual. Lo mismo ocurre con el sonido digital y los helicópteros en la nuca. Se trata sobre todo de juguetes tecnológicos de relativo interés, pero sin efecto sobre lo argumental. La clara desventaja (o ventaja, según se mire) de la 3D por sobre el sonido digital, es la necesidad de un apéndice extra para el espectador. Los famosos anteojitos (que tanto y tan bien han evolucionado en las últimas décadas) son la muestra concreta de que se está por presenciar algo distinto, y en consecuencia atraen la curiosidad del espectador. Lamentablemente, pasado el período de entusiasmo inicial, pueden llegar a volverse incómodos y aparatosos. Creo que el único modo para que la 3D pueda llegar para quedarse como ha hecho el sonido digital es logrando concebir un sistema de visualización tridimensional que prescinda de anteojos; algo que, por cierto, ya está en experimentación. Y como también ocurre con el sonido digital, mientras los costos tecnológicos se mantengan altos, los autores independientes y las cinematografías locales continuarán aferrados a lo económico y accesible. Después de todo, uno va al cine para que le cuenten una buena historia, y para eso bastan dos dimensiones y un buen sonido estéreo o monoaural. Pero no, no es que basten solamente, no es que sean suficientes; me corrijo: son perfectos para ello.
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