Imagínense la siguiente escena. Un niño pequeño está sentado, embelesado, en el regazo de un adulto querido, escuchando palabras que se mueven como el agua, palabras que hablan de hadas, dragones y gigantes de lugares lejanos e imaginarios. El cerebro del niño pequeño se prepara para leer bastante antes de lo que uno mamás sospecharía, y utiliza para ello casi toda la materia prima de la primera infancia, cada imagen, cada concepto y cada palabra. Y lo hace aprendiendo a utilizar todas las estructuras importantes que constituirán el sistema de lectura universal del cerebro. A lo largo del proceso, el niño incorpora al lenguaje escrito muchos de los descubrimientos realizados por nuestra especie, avance tras avance decisivo, durante más de 2000 años de historia. Y todo empieza en la comodidad del regazo de un ser querido.
Decenios de investigaciones demuestran que la cantidad de tiempo que un niño escucha leer a sus padres y a los demás seres queridos predice con bastante exactitud el nivel de lectura que alcanzará años después. ¿Por qué? Piensen con más detenimiento en la escena que acabamos de describir: un niño muy pequeño está sentado, mientras mira unas imágenes llenas de color y escucha viejos cuentos y relatos nuevos, aprendiendo poco a poco que los renglones de las páginas están formados por letras, que las letras forman palabras, que las palabras crean historia y que las historias se pueden leer una y otra vez. Esta temprana escena contiene la mayoría de los antecedentes esenciales para el desarrollo lector del niño.
De qué manera aprende a leer a leer un niño es un cuento de magia y hadas o uno de oportunidades perdidas innecesariamente. Estos dos panoramas corresponden a dos infancias muy diferentes: en una ocurre casi todo lo que esperamos; en la otra se cuentan pocos cuentos, se aprende poco vocabulario y el niño se queda cada vez más rezagado, antes incluso de empezar a leer.
Wolf, Maryanne (2008) Cómo aprendemos a leer.
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