Desde los 150 o 200 años que hace que Europa ha establecido sus nuevos sistemas de penalidad, los jueces, poco a poco, pero por un proceso que se remonta a mucho tiempo, se han puesto, pues, a juzgar otra cosa distinta de los delitos: el "alma" de los delincuentes.
Y se han puesto, por lo mismo, a hacer algo distinto de juzgar. O para ser más preciso, en el interior mismo de la modalidad judicial del juicio, han venido a deslizarse otros tipos de estimación que modifican en lo esencial sus reglas de elaboración. Desde que la Edad Media construyó, no sin dificultad y con lentitud, el gran procedimiento de la información judicial, juzgar era establecer la verdad de un delito, era determinar su autor, era aplicarle una sanción legal. Conocimiento de la infracción, conocimiento del responsable, conocimiento de la ley, tres condiciones que permitían fundar en verdad un juicio. Ahora bien, he aquí que en el curso del juicio penal, se encuentra inscrita hoy en día una cuestión relativa a la verdad muy distinta. No ya simplemente: "El hecho, ¿se halla establecido y es delictivo?", sino también: "¿Qué es, pues, este hecho, esta violencia o este asesinato? ¿A qué nivel o en qué campo de realidad inscribirlo? ¿Fantasma, reacción psicótica, episodio delirante, perversidad?" No ya simplemente: "¿Quién es el autor?", sino: "¿Cómo asignar el proceso causal que lo ha producido? ¿Dónde se halla, en el autor mismo, su origen? ¿Instinto, inconsciente, medio, herencia?" No ya simplemente: "¿Qué ley sanciona esta infracción?", sino: "¿Qué medida tomar que sea la más apropiada? ¿Cómo prever la evolución del sujeto? ¿De qué manera sería corregido con más seguridad?" Todo un conjunto de juicios apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos, referentes al individuo delincuente han venido a alojarse en la armazón del juicio penal. Otra verdad ha penetrado la que requería el mecanismo judicial: una verdad que, trabada con la primera, hace de la afirmación de culpabilidad un extraño complejo científico-jurídico.
Michel Foucault (1975) Vigilar y Castigar.
E n su 'Genealogía de la Moral', Nietszche proponía la lúcida hipótesis de que las palabras de contenido moral fueron acuñadas por las clases poderosas como un modo de denominarse a sí mismas y de caracterizar sus acciones. Luego, tras la decadencia de esas clases dominantes, las palabras habrían quedado ligadas únicamente a valoraciones morales. Como la mayoría de los ejemplos que da Nietszche provienen del alemán, del inglés o del griego, me tomé el atrevimiento de investigar acerca del origen de los términos ‘bueno’ y ‘malo’ en el castellano. Tal vez mis conclusiones sean apresuradas dado mi escasa (está bien, mi nula) preparación filológica, pero por lo menos, he dado con algunas relaciones sugestivas. A saber: La palabra ‘bueno’ proviene del latín ‘bonus’, que, entre sus muchas acepciones incluye la de ‘rico’, ‘adinerado’. Así parece haber sido utilizada por Cicerón, en “Video bonorum urbem refertam” (“Veo que la ciudad está invadida de ricos” –o, forzando la literalidad...
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