Mucho se ha escrito sobre el carácter golpista de la oposición, en particular del kirchnerismo. En 2016, Fernando Iglesias, opinador orgánico de Cambiemos, la bautizó “el club del helicóptero”. Lo que por entonces era percibido como una alianza de raigambre peronista, fue mutando para el autor hasta convertirse en una amenaza “trosko-kirchnerista”. La sorpresa de Iglesias podrá competir con su amor por la hipérbole cuando comprenda que fueron los sectores más declaradamente macristas quienes debilitaron la economía del gobierno primero, y precipitaron la crisis después.
La sorpresa, sin embargo, debería estar prohibida. Declamar “perplejidad” ante la crisis del proyecto macrista solo es posible bajo dos supuestos, la ignorancia o la impostura. Difícilmente los analistas políticos que hoy se muestran sorprendidos ignorasen la fragilidad de la economía argentina pos-2015. Aquellos que tan asiduamente se apropian de las sugerencias de los ‘expertos’ extranjeros, entienden muy bien por qué el Morgan Stanley le puso el sello de “mercado fronterizo” a la Argentina, y meses después Standard & Poor la ubicó en segundo lugar como la economía más frágil del planeta (después de Turquía, la otra víctima de la anticipada –anticipadísima- suba de tasas de la Reserva Federal).
La ignorancia no parece aplicar tampoco a los miembros del gabinete ni al presidente. Se trata de gente demasiado experta en finanzas como para sospechar en ellos un exceso de candidez. Es sabido que el mentiroso se vuelve naturalmente desconfiado: la constatación personal modela su percepción del mundo. Con el especulador ocurre lo mismo. Macri, Quintana, Lopetegui, Dujovne y Caputo no creyeron nunca en la bondad de los mercados, porque ellos nunca dejaron que algo distinto al rédito económico interviniera en sus negocios. Ellos son mercado. Esto explica que cuando Sturzenegger imploraba a los argentinos para que empezaran a “pensar en pesos”, ni siquiera considerara una reducción de su carpeta en dólares en el exterior (superior a 13 millones). Aranguren fue el más honesto. Admitió que si sus dólares seguían en el extranjero, se debía a “la confianza que hemos perdido en la Argentina”. Hacía dos años que fungía como ministro. Ningún medio oficialista levantó esta confesión de parte.
La situación de la pequeña clase media macrista es algo menos consistente. Uno está tentado a suponer que esta clase media, que entregó su derecho al bienestar y a la seguridad laboral a cambio de la compra de dólares, desconocía la complejidad de la crisis que empezó a tomar forma en marzo de 2016, con el voto a favor de los fondos buitres. Hoy los analistas del oficialismo apuntan a la confusa conferencia de prensa del diciembre del año pasado como el punto de quiebre. Pero este análisis olvida que el equipo económico llega al recalibrado de las metas inflacionarias porque la crisis ya está en desarrollo. Esta conferencia de prensa, es cierto, sirvió como confesión del fracaso de la política de tasas altas, pero la irreversibilidad de la crisis había sido declarada el 5 de enero de ese mismo año, cuando Macri desarticuló el último de los controles que evitaban la fuga indiscriminada de capitales. Hoy se pasa por alto que la primera corrida cambiaria fuerte del macrismo se inició en junio del 2017, y sus coletazos se sintieron aún después de las elecciones de octubre.
Aunque el gobierno insista en poner las culpas sobre la gestión anterior, esta es una crisis autoinfringida, pero en un sentido más profundo que el expuesto por buena parte de los analistas mediáticos. Lo que la vuelve tal no es tanto su relación con las decisiones económicas de Macri, ni con el tambaleante accionar del Central durante la última corrida contra el peso. Es esta una crisis autoinfringida porque ha sido promovida y facilitada por aquellos que financiaron, votaron y apoyaron la aventura macrista. El campo continuó retaceando su cosecha y apostando contra el peso, los grandes empresarios se volcaron hacia la alta rentabilidad de los bonos en lugar de invertir en producción, los bancos se sumaron a la fiesta de las tasas y se entretuvieron inflando una vernácula burbuja inmobiliaria, y los grandes capitales transnacionales se subieron a la bicicleta financiera mientras crujía la economía real. Y todos fugaron sus ganancias en dólares.
El JP Morgan, la entidad donde aportaron servicios el ministro de finanzas Luis Caputo y dos miembros del equipo de Dujovne, encabezó la corrida récord del jueves negro, fugándose con una porción de los 1.400 millones de dólares dilapidados por Sturzenegger en un solo día. Apenas una muestra. Otra: se estima que el agro retiene cerca de 5.000 millones de dólares en soja nada más. Son estos los grandes aportantes a la campaña de Macri, los grandes beneficiados por sus políticas, y los grandes devastadores de la misma economía que ayudaron a construir.
La pequeña clase media macrista también supo ejercer su derecho al dólar. En definitiva, todos los sectores asociados con el macrismo ejercieron este derecho. He aquí la gran paradoja. Cada dólar adquirido es un trocito de crisis que se compra. Cada dólar extraído del circuito productivo acelera un poco más la fragilidad estructural del país. Y quienes más dólares compraron, entiéndase, fueron los votos macristas. Ellos cargaron el arma, ellos la dispararon. Contra su propia economía. Los macristas, en su naturaleza egoísta y ventajista (o lo que es lo mismo, en su naturaleza capitalista), no pudieron evitar apostar al dólar, no pudieron evitar debilitar el peso y su propio proyecto económico. Un suicidio, involuntario tal vez en el caso de los pequeños ahorristas, pero premeditado para los grandes apostadores financieros. Y premeditado para el gobierno. Podía no saberse cuándo ocurriría, pero se sabía que iba a ocurrir.
Seguro, también hubo pesos kirchneristas, y por qué no, pesos trotskistas volcándose al dólar. Pero sobre ellos no debe recaer ninguna culpa. En tiempos de crecimiento económico sí, la compra de dólares es un pecado, es una estocada por donde se desangra la industria y el trabajo. En tiempos de destrucción del sistema productivo, de pédida del empleo y de desfinanciamiento del Estado, comprar dólares significa acelerar la crisis macroeconómica antes de que el tejido social y productivo termine de descomponerse. Es preferible que la crisis neoliberal estalle antes, y no después. Hoy todavía estamos a tiempo de remontarla. Sigan comprando dólares, muchachos.
La sorpresa, sin embargo, debería estar prohibida. Declamar “perplejidad” ante la crisis del proyecto macrista solo es posible bajo dos supuestos, la ignorancia o la impostura. Difícilmente los analistas políticos que hoy se muestran sorprendidos ignorasen la fragilidad de la economía argentina pos-2015. Aquellos que tan asiduamente se apropian de las sugerencias de los ‘expertos’ extranjeros, entienden muy bien por qué el Morgan Stanley le puso el sello de “mercado fronterizo” a la Argentina, y meses después Standard & Poor la ubicó en segundo lugar como la economía más frágil del planeta (después de Turquía, la otra víctima de la anticipada –anticipadísima- suba de tasas de la Reserva Federal).
La ignorancia no parece aplicar tampoco a los miembros del gabinete ni al presidente. Se trata de gente demasiado experta en finanzas como para sospechar en ellos un exceso de candidez. Es sabido que el mentiroso se vuelve naturalmente desconfiado: la constatación personal modela su percepción del mundo. Con el especulador ocurre lo mismo. Macri, Quintana, Lopetegui, Dujovne y Caputo no creyeron nunca en la bondad de los mercados, porque ellos nunca dejaron que algo distinto al rédito económico interviniera en sus negocios. Ellos son mercado. Esto explica que cuando Sturzenegger imploraba a los argentinos para que empezaran a “pensar en pesos”, ni siquiera considerara una reducción de su carpeta en dólares en el exterior (superior a 13 millones). Aranguren fue el más honesto. Admitió que si sus dólares seguían en el extranjero, se debía a “la confianza que hemos perdido en la Argentina”. Hacía dos años que fungía como ministro. Ningún medio oficialista levantó esta confesión de parte.
La situación de la pequeña clase media macrista es algo menos consistente. Uno está tentado a suponer que esta clase media, que entregó su derecho al bienestar y a la seguridad laboral a cambio de la compra de dólares, desconocía la complejidad de la crisis que empezó a tomar forma en marzo de 2016, con el voto a favor de los fondos buitres. Hoy los analistas del oficialismo apuntan a la confusa conferencia de prensa del diciembre del año pasado como el punto de quiebre. Pero este análisis olvida que el equipo económico llega al recalibrado de las metas inflacionarias porque la crisis ya está en desarrollo. Esta conferencia de prensa, es cierto, sirvió como confesión del fracaso de la política de tasas altas, pero la irreversibilidad de la crisis había sido declarada el 5 de enero de ese mismo año, cuando Macri desarticuló el último de los controles que evitaban la fuga indiscriminada de capitales. Hoy se pasa por alto que la primera corrida cambiaria fuerte del macrismo se inició en junio del 2017, y sus coletazos se sintieron aún después de las elecciones de octubre.
Aunque el gobierno insista en poner las culpas sobre la gestión anterior, esta es una crisis autoinfringida, pero en un sentido más profundo que el expuesto por buena parte de los analistas mediáticos. Lo que la vuelve tal no es tanto su relación con las decisiones económicas de Macri, ni con el tambaleante accionar del Central durante la última corrida contra el peso. Es esta una crisis autoinfringida porque ha sido promovida y facilitada por aquellos que financiaron, votaron y apoyaron la aventura macrista. El campo continuó retaceando su cosecha y apostando contra el peso, los grandes empresarios se volcaron hacia la alta rentabilidad de los bonos en lugar de invertir en producción, los bancos se sumaron a la fiesta de las tasas y se entretuvieron inflando una vernácula burbuja inmobiliaria, y los grandes capitales transnacionales se subieron a la bicicleta financiera mientras crujía la economía real. Y todos fugaron sus ganancias en dólares.
El JP Morgan, la entidad donde aportaron servicios el ministro de finanzas Luis Caputo y dos miembros del equipo de Dujovne, encabezó la corrida récord del jueves negro, fugándose con una porción de los 1.400 millones de dólares dilapidados por Sturzenegger en un solo día. Apenas una muestra. Otra: se estima que el agro retiene cerca de 5.000 millones de dólares en soja nada más. Son estos los grandes aportantes a la campaña de Macri, los grandes beneficiados por sus políticas, y los grandes devastadores de la misma economía que ayudaron a construir.
La pequeña clase media macrista también supo ejercer su derecho al dólar. En definitiva, todos los sectores asociados con el macrismo ejercieron este derecho. He aquí la gran paradoja. Cada dólar adquirido es un trocito de crisis que se compra. Cada dólar extraído del circuito productivo acelera un poco más la fragilidad estructural del país. Y quienes más dólares compraron, entiéndase, fueron los votos macristas. Ellos cargaron el arma, ellos la dispararon. Contra su propia economía. Los macristas, en su naturaleza egoísta y ventajista (o lo que es lo mismo, en su naturaleza capitalista), no pudieron evitar apostar al dólar, no pudieron evitar debilitar el peso y su propio proyecto económico. Un suicidio, involuntario tal vez en el caso de los pequeños ahorristas, pero premeditado para los grandes apostadores financieros. Y premeditado para el gobierno. Podía no saberse cuándo ocurriría, pero se sabía que iba a ocurrir.
Seguro, también hubo pesos kirchneristas, y por qué no, pesos trotskistas volcándose al dólar. Pero sobre ellos no debe recaer ninguna culpa. En tiempos de crecimiento económico sí, la compra de dólares es un pecado, es una estocada por donde se desangra la industria y el trabajo. En tiempos de destrucción del sistema productivo, de pédida del empleo y de desfinanciamiento del Estado, comprar dólares significa acelerar la crisis macroeconómica antes de que el tejido social y productivo termine de descomponerse. Es preferible que la crisis neoliberal estalle antes, y no después. Hoy todavía estamos a tiempo de remontarla. Sigan comprando dólares, muchachos.
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